Penas en común

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—Es un niño muy simpático —comentó Eurídice, mientras se quitaba los patines. Se dobló hacia adelante con una elasticidad digna de elogio, y se calzó unas zapatillas blancas.

—Cuando no se afila los dientes con los muebles.

Ella sonrió, divertida.

—¿Le apetece tomar un helado? Tiene aspecto de necesitar algo dulce con urgencia, lo veo muy pálido.

Su propuesta me pilló desprevenido, pero era un plan como cualquier otro.

—Solo si permite que la invite... acaba de salvar a este renacuajo de perder los dedos o de provocar un atropello multitudinario, es lo mínimo que puedo hacer.

Ella se lo pensó un segundo, pero finalmente, asintió.

—La verdad es que últimamente mi economía no pasa por su mejor momento.

Sujeté a Cerbero por la correa, y caminé con Hércules en la mochila y Eurídice a mi lado, hasta el puesto de los helados.

—Un helado de nata para mí y...

—Otro igual —intervino, y se apoyó sobre mi brazo con un gesto zalamero para hablar con el heladero—. Póngame un par de bolitas.

—¿Le gustan los helados de nata? ¿Seguro que no prefiere los de frambuesa? —le pregunté.

—¿Por qué lo dice?

—Por nada en especial —contesté.

Cuando recogimos los helados, nos sentamos sobre unos bancos de madera y saqué a Hércules de la mochila para colocármelo sobre el regazo. No pensaba perderlo de vista otra vez.

Me llevé el helado a la boca y él intentó probarlo. Lo puse fuera de su alcance, pero él me agarró con sus tenacitas y tiró de mi brazo hasta que consiguió llevarse a la boca un pedazo.

—Eres un bruto —lo reprendí, mientras se ponía la cara perdida. Él arrugó el ceño, al notar el frío, pero se relamió y se esparció la nata por la cara con una sonrisa de placer.

—Parece que tiene un buen saque —comentó Eurídice, divertida.

—Ni se lo imagina. Es una lima —respondí, mientas le limpiaba la boca con un pañuelo—. Volviendo al tema que nos ocupa... ¿Dice usted que su economía no va bien?

—Estoy en el paro —dijo, con incomodidad—. Antes trabajaba en la compañía de baile y patinaje artístico de Apolo, pero... me hizo una propuesta indecente.

Conocía a Apolo. No era de los que aceptaba un «no» por respuesta y sentía una atracción inevitable por las ninfas, aunque ya no fueran tan irresistibles con sus envolturas mortales.

—¿La despidió?

—Dijo que... no estaba lo bastante comprometida con el trabajo y que con treinta y ocho años ya era muy mayor para seguir en la compañía.

—Será miserable... si está usted en plena forma.

Ella sonrió con evidente melancolía, pero aquel gesto, lejos de resultar poco favorecedor, solo incrementaba su dulzura natural.

—Ya me las apañaré —dijo, y luego me preguntó—: Aunque si quiere, podría darle clases privadas de patinaje... creo que con este granujilla las va a necesitar.

—No soy deportista —admití, pero como no quería ofenderla tan pronto, me corregí—: Aunque quizá sea buena idea. Tiene una tarjeta o...

—Ay, ¡qué cabeza la mía! Ni siquiera me he presentado —me tendió una mano y se la estreché—. Soy Eurídice, pero mis amigos me llaman Ricky.

UN PADRE DE MUERTEWhere stories live. Discover now