Raíces, parte 2

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Pudo distinguir algo. Una silueta que se movía torpemente.

Había aprendido a reconocer perfectamente la silueta de su huésped, y era precisamente él el que avanzaba en su dirección con machete en mano y el hacha atada a su espalda. Era un hombre muy gentil y usaba aquellos instrumentos solo para el hogar y el trabajo, verlo así, a punto de usarlo para causar daño le hizo pensar al muchacho la mancha que podría llevar su alma.

—¿Qué haces aquí? —Interrogó saliendo de su escondite, Miguel se asustó al verlo y alzó su machete a punto de asestarle un buen golpe, pero se detuvo a tiempo.

—Ayudarte.

—Tienes hijos.

—Y tú eres solo un muchacho. Si hoy muero, Maximiliano cuidará de ellos, tú lo dijiste, sin sacrificio no hay victoria ni libertad. —Recitó con una sonrisa que animó más al joven—. No voy a dejar que mueras por nosotros. Así que vamos.

Ignacio agradeció al cielo el haberle enviado un hombre de tal valentía como él.

—Van a reunirse en aquel fresno —avisó poniéndose en marcha. Aquel lugar era un cruce entre otros pueblos, ellos usaban una cruz que se hallaba como punto de encuentro de todos los que iban de paso.

Ignacio descubrió a los demás que lo habían rodeado junto a Miguel Ok'il, no sabía cómo, pero, él había logrado juntar a ocho hombres más que como él, estaban hartos de esconderse como cobardes, consiguió que ellos siguieran a un niño extraño que no conocían bien. Llevaban lo que tenían en casa, incluso alguno de ellos con arcos y flechas que solo usaban para cazar, o quizá esperaron esta ocasión. Otros contaban con rastrillos, machetes y coas (unos instrumentos de siembra rudimentaria que se asemejaban a unas lanzas), y en sus bolsas de red elaborado de lana de caña llevaban aceite y antorchas. Tal vez no era buena idea andar con antorchas en medio del bosque para atacar a las bestias, pero no veían por dónde pisaban. Y quizá para darse más valor, todos gritaron en señal de batalla cuando atacaron a las bestias que estaban reunidas ante tres presas que yacían desnudas y muertas.

Las bestias respondieron al ataque sin piedad con una naturaleza animal y los hombres, nada entrenados ni experimentados en una lucha mortal, supieron moverse. Aunque dos de ellos murieron al instante por el peso de algunas de ellas, Ignacio al percatarse sabía que sus familiares lo odiarían a él por haberlos llevado a la muerte, pero era una buena forma de morir según su creencia. Él disparó lo más acertadamente posible y estos cayeron. Sin embargo, se levantaron después de unos minutos, luego de ver y repetir aquella escena, algunos hombres con las coas aprovecharon a clavarles justo en el cráneo antes de que volvieran. Imbuidos en aquella batalla, un nahual de lobo arremetió contra uno de los más viejos, aquel que había clavado la coa a la cabeza de un jabalí, Ignacio trató de dispararle, pero una serpiente apareció y barrió el lugar por su enormidad, derribando al joven.

Se había convertido en una masacre, aullidos y gruñidos junto a gritos humanos se mezclaban ante la noche. El fuego de las antorchas consumía a algunas bestias gracias al ingenio de algunos que ya yacían muertos.

El muchacho intentó estar al tanto de todos sus compañeros como podía, ellos luchaban encarnizadamente, con mucho coraje y valor que él no quería quedarse atrás, no obstante, por la aparición de aquella serpiente había soltado su escopeta y en la caída se golpeó la espalda. No sabía si se había enmudecido del dolor, se dio cuenta que le sangraba el brazo luego de haber evitado a muchos monstruosos animales. En el suelo contempló como los hombres morían lentamente, agonizando ante la serpiente que los engullía. Soportó el dolor y quiso ponerse de pie buscando su arma por todas partes, no lo encontraba.

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