Capítulo 6

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Lalisa en su vida había consolado a una mujer que lloraba. Se había acostado con tantas que no podía recordarlo; pero nunca, jamás, había abrazado a una mujer como estaba abrazando a Jennie. Ni después de hacer el amor. Una vez acababa con su pareja de turno, se levantaba, se limpiaba y buscaba algo con qué entretenerse hasta que fuese requerida de nuevo.

Incluso antes de la maldición, jamás había demostrado ternura por nadie. Ni por su esposa.

Como soldado, había sido entrenada desde que tenía uso de razón para mostrarse feroz, fría y dura.

«Vuelve con tu escudo, o sobre él». Ésas fueron las palabras de su madrastra el día que la agarró del pelo y la echó de su casa para que comenzara el entrenamiento militar, a la tierna edad de siete años.

Su padre había sido aún peor. Un legendario comandante que no toleraba muestras de debilidad. Ni de emoción. El tipo se había encargado, látigo en mano, de que su infancia llegase a su fin, enseñándola a ocultar el dolor. Nadie podía ser testigo de su sufrimiento.

Hasta el día de hoy, aún podía sentir el látigo sobre la piel desnuda de su espalda, y escuchar el sonido que hacía el cuero al cortar el aire entre golpe y golpe. Podía ver la burlona mueca de desprecio en el rostro de su padre.

— Lo siento —murmuró Jennie sobre su hombro, devolviéndola al presente.

La morena alzó la cabeza para poder mirarla. Tenía los ojos grises brillantes por las lágrimas y parecían resquebrajar la capa que recubría su corazón, congelado desde hacía siglos por necesidad y por obligación.
Incómoda, Lalisa se alejó de ella.

— ¿Te sientes mejor?

Jennie se limpió las lágrimas y se aclaró la garganta. No sabía por qué había ido tras ella, pero había pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien la consoló mientras lloraba.

— Sí —murmuró—. Gracias.

La rubia no respondió.

En lugar de ser la mujer tierna que la abrazaba instantes antes, había vuelto a ser la Señora Estatua; todo su cuerpo estaba rígido y no daba muestras de emoción. Dejando escapar un suspiro iracundo, y pasó a su lado.

— No me habría puesto así si no estuviese tan cansada y quizás todavía un poco demente. Necesito dormir. Sabía que la tailandesa iría tras ella, así que volvió resignadamente a su habitación y se metió en la cama de madera de pino, acurrucándose bajo el grueso edredón.

Sintió cómo el colchón se hundía bajo el peso de Lalisa un instante después. Su corazón se aceleró ante la repentina calidez del cuerpo de la mujer junto al suyo. Y la cosa empeoró cuando ella se acurrucó a su espalda y le pasó una larga y musculosa pierna sobre la cintura.

— ¡Lalisa! —gritó con una nota de advertencia al sentir su calor contra la cadera—. Creo que sería mejor que te quedaras en tu lado de la cama, mientras
yo me quedo en el mío.

La rubia no pareció prestar atención a sus palabras, puesto que inclinó la cabeza y
dejó un pequeño rastro de besos sobre su pelo.

— Pensaba que me habías llamado para aliviar el dolor de tus partes bajas —le susurró en el oído.

Con el cuerpo al rojo vivo debido a su proximidad, y al aroma a lavanda y chocolate que le embotaba la cabeza, Jennie se sonrojó al escucharla repetir las palabras que le dijo a su mejor amiga.

— Mis partes bajas se encuentran en perfecto estado, y muy felices tal y como están.

— Te prometo que yo conseguiré que estén mucho, mucho más felices.

MI SUEÑO PROHIBIDO | JENLISAWhere stories live. Discover now