Capítulo 02, por Verónica Garza

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Cuando acabamos en la redacción, ya había oscurecido. Tenía algo de hambre, así que insistí a Eli para hacer una parada en nuestra pastelería favorita antes de llegar a casa. Menos mal que seguía abierta después de todos estos años; por nada del mundo me iba a perder una de esas nostálgicas napolitanas de crema.

El periodista dejó el coche en paralelo (si la L que llevaba pegada en la parte de atrás no era signo suficiente, lo torcido que quedó dejó claro que eso de aparcar no se le daba muy bien) y descargó todo el equipaje del maletero. No por innecesaria caballerosidad, sino porque se percató de que me había distraído demasiado rememorando el vecindario.

―El barrio de tu abuela sigue exactamente igual que cuando me fui. ―Estiré los hombros y tomé aire―. Por cierto, ¿qué tal está?

Respondió balanceando la mano. «Pichí, pichá», supuse.

Aunque no estaba muy lejos de la casa de sus padres, la abuela de Eli no estaba en condiciones de vivir sola. Como la casa de mi amigo no contaba con suficientes dormitorios como para que vivieran todos juntos, decidieron que lo mejor para él sería instalarse en un lugar que, en otras circunstancias, se habría quedado cerrado a cal y canto. Todo a pedir de boca: él salía ganando «su experiencia universitaria» y yo iba a tener una habitación entera para mí sola.

La estética «casa de abuela convertida en piso de estudiantes» era, sin duda, algo curioso de ver. Aunque había retirado la mayoría de elementos decorativos del salón (algo le dijo que era gracioso mantener una bailaora de flamenco encima de la tele), no había encontrado espacio para todo en el trastero. Así que las escenas de «Jesucristo contra Sefirot» y las figuras de porcelana rodeadas de naves espaciales de LEGO daban un toque «distinguido» al salón. No pude ocultar la mueca de alegría al ver que el extraño sentido del humor de mi amigo seguía intacto.

Eso, y que el anacrónico papel pintado de la pared estaba cubierto de posters y fotos de una forma que espantaría a cualquier decorador de interiores que se preciara. Aun así, a mí me resultaba encantador eso de tapar rasgones con un cartel extremadamente noventero de Crash Bandicoot bailando hip-hop o ver una mancha de humedad convertida en la nueva casa de Spider-man.

―Y aún no has visto tu cuarto ―chanceó al verme analizar cada rincón con detenimiento―. A juzgar por las pintas con las que me has sorprendido, te alegrará saber que hay un montón de crucifijos a los que darle la vuelta.

―Tonto. ―Le di un cariñoso puñetazo en el pecho y dejé que mi cabeza descansara sobre él―. ¿Es que no te gusta la nueva Vero?

―Me gustan todas las Veros ―me aseguró. Yo escondí la cabeza para que no se notara la cara de imbécil que estaba poniendo―, pero aún tengo que acostumbrarme a esta, entiéndelo. Aunque grata, ha sido una sorpresa verte con tanto cinto, tanta hebilla y tanta rasgadura. Además, tampoco puedo hablar demasiado: supongo que yo también he cambiado en este tiempo.

Me separé de él y me tomé mi tiempo en echarle un vistazo, recorriéndole inquisitivamente con mi dedo índice. Aparte del estirón que había dado y de que ahora parecía algo más fuerte, seguía siendo prácticamente el mismo que la última vez que le había visto. Un pelo castaño que grita «es hora de pasar por la peluquería» capaz de tener su encanto enmarañado. Unos ojos que, según les diera la luz, podían parecer marrones o verdes (y que, cuando se distraían, sabían desarmar sin que él lo supiera) y unas facciones que, aunque empezaban a volverse un poco más cuadradas, no perdían su inocencia.

Como acababa de terminar el verano, el moreno que tan fácil le resultaba coger escondía un poco las pecas de su cara. De todos modos, desde cerca era fácil contarlas, tanto que me sentí tentada a hacerlo, como cuando no éramos más que unos críos. Y, por mucho que se esforzara en dejarse una barba, también podía calcular fácilmente los tímidos pelillos que la componían.

Cazadores de SilicioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora