Tercer latido

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Viernes, 27 de septiembre.

Querido Beat, 

El día de ayer mamá y papá volvieron a discutir. De nuevo se dijeron todo tipo de cosas, pero esta vez emplearon una palabra nueva que me heló la sangre: divorcio. 

Todavía sigo aterrada.

Cuando eso ocurrió, Lacey se fugó de su habitación y vino a la mía en busca de refugio. Levanté la sábana, encendí una linterna para simular una fogata, y dejé que se quedara. Ambas permanecimos en silencio bajo la fina tela, cada una con un audífono, escuchando "The Woods" de Hollow Coves, volviendo la mirada hacia la puerta con temor a que mamá o papá irrumpieran y nos alejaran.

Me impresionó que Lacey también conociera el gran significado que arrastraba la palabra "divorcio". Pero es lo que significa vivir en estos días: no eres un ignorante cuando de enterarte de lo que no quieres se trata, pues de contarte el chisme, de eso ya se encargaban el internet y las redes sociales.

Lacey lloró en silencio y yo acaricié su cabeza, con el nudo apretando mi garganta. Pero tenía que seguir siendo fuerte por las dos. 

Al cabo de una hora, se quedó dormida, abrazando a Tommy. Tuve cuidado al llevarla de regreso a su habitación y de besarle en la frente sin despertarla. Si yo la hubiera abrazado, probablemente nos hubiéramos quedado dormidas hasta el día siguiente, aunque habría valido por completo el regaño de mamá.

Luego estuve de regreso en mi habitación para hacer mi tarea y me quedé dormida por la mitad, algo que al día siguiente enojó a mi profesora de lengua, pues a cambio, después de clases, me hizo quedar con el resto de los perdedores del club de periodismo...


En compañía de Alexa, entré por primera vez en el salón del club de periodismo

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En compañía de Alexa, entré por primera vez en el salón del club de periodismo. Era un cuarto pequeñito, con paredes agrietadas que delataban su pasado como bodega. Una mesa en el centro estaba repleta de montañas de libros y tres computadoras viejísimas ocupadas por tres muchachos, todos completos desconocidos, excepto uno que se puso de pie segundos después de vernos entrar.

Por encontrarnos una vez más en el lugar menos esperado, sus ojitos negros estaban sorprendidos casi tanto como los míos. ¿Quién diría que Ezra formaría parte del club de los ñoños? Nos miramos así, llenos de un extraño sentimiento de miedo y felicidad. O al menos quise pensar que no fui la única en sentirlo de ese modo.

Si me hubiera atrevido a mirar ese par de esferas negras durante tan solo unos segundos más, tal vez hubiera sido un poco más consciente de ese sonrojo del que hablaba Leonore el otro día, pero fui la primera en acobardarme y apartar la mirada.

—Muchachos, presten atención. Ella es Faith Sallow y estará a cargo del artículo del mes de diciembre.

Estaba bastante claro que a dos de ellos no les agradé, porque en cuanto levantaron la cabeza de lo que sea que se encontraban haciendo y me inspeccionaron con cierto desaire, sus expresiones se llenaron de dudas, incertidumbre y cierta desconfianza.

—¿Cuál es tu promedio? —preguntó el de cabello rubio.

—Eso es lo de menos —mintió Alexa, ya que era la única que compartía mi secreto acerca de mis terribles calificaciones. Ella se encargó de reunir a los cerebritos del colegio en este club, y yo estaba segura de que ellos, con tan solo haberse percatado de las inexistentes ganas de estar presente que manifestaba en mi rostro porque la expresividad solía ser mi karma, pudieron descifrar con total facilidad que no pertenecía a su grupo.

—¿Qué tal es la relación con tus padres? —insistió el otro muchacho de piel pálida y brillante.

Cada vez sentía que me encogía más y más. No hablaría de mis padres ni mucho menos de lo que podría hacer para mejorar las cosas, porque era un imposible. Los adultos jamás escucharían a un menor. Lo intenté, y lo que recibí a cambio fue un: «Cariño, deja que los adultos hablen...», «Esto es un tema de adultos...», «No hay nada que los niños puedan hacer...», «Ve a jugar al cuarto con tu hermana...» Y así podría seguir con la lista.

Además, solía ser muy mala para inventar historias. No era nada creativa. El hecho de que casi hubiera pasado un mes y tan solo hubiera podido escribir sobre dos días de mi vida en Beat lo decía todo.

—Lo importante es la capacidad de redacción —dijo el rubio.

—Lo que importa son las ganas de trabajar —intervino Ezra, silenciando a los otros dos y llevándose la aprobación de la maestra. También habría obtenido la mía, de no ser porque existía un pequeño problema: no tenía ganas de trabajar como escritora y mucho menos de tratar el tema que me tocó acerca de la relación padres-hijos.

Qué suerte tenían aquellos que podían compartir ideas, o tan solo una simple conversación con sus padres. Ni siquiera era capaz de pedirles, durante la cena, que me pasaran la sal por miedo a de repente convertirme en el motivo de una nueva discusión.

—Ezra, tú te encargarás de enseñarle lo esencial a partir de ahora —estableció Alexa.

Minutos más tarde, una vez que todos habían vuelto a su trabajo, no dejaba de sentirme fuera de lugar. Tampoco tenía idea de qué hacer. Incluso la profesora parecía estar buscando información en algunos libros mientras conversaba con el rubio y el de piel pálida sobre complicadísimos términos de lo que parecía psicología o medicina. ¿Acaso no era eso lo mismo? De cualquier forma, el tema que abarcaban parecía que tenía que ver con el artículo de este mes que estaban a punto de concluir. Era sobre la automedicación. No podía seguirles el ritmo. Mi cabeza empezaba a doler y ni siquiera había comenzado a leer el libro sobre técnicas de escritura que la profesora me dio.

—¿Te parece si intercambiamos números? —me preguntó Ezra en voz baja—. Así puedo atender cualquier duda que tengas en cualquier momento —agregó y entonces desperté del trance en el que todavía me encontraba, embargándome una terrible pena. ¿Tan obvio era que no tenía idea del mundo en el que me encontraba sentada?

—Lo siento, pero no tengo teléfono. —No sabía si se tomó mis palabras a mal, pero era la verdad absoluta. Aunque llegara a pedirle uno a mis padres, cosa que obviamente no haría jamás, no me lo darían.

—Entonces podemos encontrarnos en la biblioteca después de clases el lunes. Sé de algunos libros que te podrán servir de ayuda, pero, sobre todo, que emplean un lenguaje menos técnico que ese —me indicó con un gesto el ejemplar que todavía yacía sobre la mesa y en frente de mí, el mismo manual con inmensas ganas infinitas de burlarse de mi bajo coeficiente intelectual.

—¿De verdad? —De pronto no fui capaz de esconder mi alivio e infinito agradecimiento—. ¿Me ayudarás?

—Por supuesto. —Me sonrió, y yo a él.

¿Era normal de pronto sentirse extrañamente feliz y acalorada? 

Sería que estaba enferma.

El deseo de Navidad ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora