Capítulo 24

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El trayecto que separaba el hospicio del burdel, lo hicimos comentando todo lo que nos había dicho Isabel.

─ No me puedo creer todo lo que ha armado esa monja por un libro. ─ comentó sorprendido Manuel.

─ Nunca pensé que nuestra huida causaría tanto revuelo. ─ asentí ─ Está claro que, tal cual están las cosas, no vamos a averiguar mucho del libro.

─ Nosotros no, pero Isabel si.

Me giré sorprendida hacia él. No podía creer lo que estaba insinuando. ¿En serio quería poner a Isabel en peligro?

─ ¿Quieres que se arriesgue más de lo que se ha arriesgado? Ya has oído como está esa monja y lo que le ha hecho. Lo que le ha hecho a Diego. Todo por nosotros.

Torció el gesto cuando le nombré a su amigo, pero siguió con su idea.

─ Por eso mismo. Cuanto antes adivinemos algo sobre el libro, antes podremos ayudarles. Si la hermana Rosa no está en sus cabales desde que huimos con él, es porque incluye algo que podría acabar con ella. Cuanto antes lo encontremos, antes podremos hacerle chantaje con revelarlo a cambio de que deje de usar la violencia sobre los chicos.

Me quedé pensativa asimilando sus palabras. Coincidía con él en que su colaboración podía ser crucial para la investigación, pero me sentía mal por incluirla. Solo la conocía de un día, y había aguantado por mí cosas que no tendría que haber soportado. Era cierto que no había tenido opción, pero el hecho de que no me guardara rencor por ser la causante de sus cicatrices decía mucho de ella.

Como mi amigo vio que no acababa de convencerme, añadió:

─ Mañana nos pasaremos por el huerto del hospicio a la misma hora y se lo propondremos. Ella será libre de aceptar o no. O de delatarnos, aunque dudo que lo haga.

El resto del día, vi a Manuel demasiado callado. Sabía a qué se debía. El hecho de que Isabel nombrara a Diego había sido un golpe bajo para él, aunque estaba segura de que no lo admitiría en voz alta.

Yo tampoco me encontraba bien. Todos los huérfanos del hospicio habían pagado por nuestros actos, cebándose especialmente de Isabel y Diego, que llevaban infinidad de marcas en su piel que lo demostraban. Empecé a sentir verdadero odio por la monja,  la que una vez me abrió las puertas del lugar donde había conocido a la persona especial con la que había pasado las últimas semanas. No podía entender que fuera la misma persona que me presentó a Isabel con una sonrisa amable, la que ahora le había causado unas marcas que tardarían en desaparecer.

Aquella noche no me sentía con fuerzas de leer el libro de la polémica. ¿Cómo unas páginas podían causar tanto alboroto? ¿Tendría Manuel razón y aquel tomo contendría información peligrosa de la monja? Porque si era así, no entendía que pintaba la mujer en el relato de un jardinero.

Me levanté al día siguiente con dos bolsas grandes debajo de los ojos. No había podido pegar ojo porque mi conciencia y mi imaginación se habían aliado para crear en mi mente las imágenes en las que la hermana Rosa le hacía los cortes a Isabel, y eso era demasiado para mí.

Comimos sin apenas mediar palabra los últimos trozos de pan que nos quedaban. Intenté disfrutarlos lo máximo posible, porque la bolsita con dinero que nos había obsequiado Eustasio se había quedado vacía. Manuel intentó tranquilizarme, diciéndome que ya encontraríamos la forma de conseguir dinero, pero pude ver el nerviosismo en sus ojos.

Pasamos el día tranquilo. Me planteé varias veces continuar con la lectura, pero en mi interior había albergado cierta repulsión por aquel libro. Aunque mi yo razonable trataba de convencerme de que el tomo en sí no tenía culpa alguna, pues un libro no puede tener maldad, las palabras de Isabel resonaban en mi cabeza con tal intensidad que no pude decantarme por nada.

El libro de GravesWhere stories live. Discover now