De la malaquita y el amor (Primera parte)

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Después de unas cuantas horas, por fin habían llegado a Puerto Escondido; si estaba un minuto más en ese incómodo asiento era seguro que iba a explotar porque la paciencia de Hiro era como un cerillo: podría aguantar bastante hasta que llega a su límite y se acaba.

Y Dios se apiade de las personas que acababan con la tolerancia del nipón.

Bajaron del avión e hicieron todo lo necesario para por fin tener sus maletas en mano, buscando un taxi para poder ir al establecimiento donde se alojarían. Lograron tomar uno, subieron sus maletas y comenzaron el recorrido.

Para suerte de la tía Cass, su sobrino es un súper genio que siempre prevé la cosas antes de que ocurran, entonces al avisarle del viaje días antes, Hiro se puso manos a la obra y logró inventar algo parecido a un pendiente que traducía lo que la gente decía en español al inglés. Ahora, ¿cómo ella hablaría español siendo estadounidense? No lo sabía, pero seguro lo resolvería en la marcha.

—Buenas tardes, al hotel "Dulce Mar", por favor —pidió Hiro con una pronunciación bastante graciosa, tanto que hasta su propia tía se aguantaba la risa colocando su mano en sus labios. Él sonrió— ¿Algo que decir, tía Cass?

—Desde... —tomó un respiro y se secó las lágrimas que se comenzaron a formar segundos antes en sus ojos— ¿Desde cuándo hablas español?

—En la universidad hay programa de lenguajes, supuse que alguna vez el español me serviría y, bueno, aquí estamos.

—Huh, interesante —respondió y ambos rieron. El conductor los miró por el retrovisor, agradables fue la primera palabra que llego a su mente cuando los observó, luego el chico de cabellera negra se había recostado por la ventana, colocando una mueca triste. La mujer no lo notó.

Y mejor que no lo hiciera.

—¿Es aquí? —preguntó el chofer, rompiendo el silencio que se había creado. Hiro asintió haciendo que frenara el auto— Serían 59 pesos.

—Tome, muchas gracias.

—A ustedes, disfruten sus vacaciones.

—¡Gracias! —contestó la tía Cass bajando las últimas maletas y cerrando la puerta.

—A ustedes.

La fachada del hotel era linda, nada exagerada: quizás eran unos 12 o 13 pisos, paredes alargadas de color blanco y en la entrada, sostenido por columnas del mismo tono, un letrero dorado con el nombre del lugar. Entraron, y mientras la tía Cass hacía el check-in, Hiro paseaba por los alrededores del lobby cuyas ventanas eran tan grandes que lograbas ver el mar extendiéndose hacia el horizonte. Al terminar, los Hamada fueron guiados por uno de los empleados —que también llevaba las maletas— hacia sus cuartos.

—¿Dos cuartos? Tía Cass... —con ligera incomodidad en su voz, Hiro miró a la susodicha que sólo respondió con una sonrisa nerviosa. Suspiró— No era necesario, lo sabes.

—¡Lo sé, Hiro, pero supongo que quería darte tu propio espacio en caso de que lo quisieras! —respondió, y el mencionado sólo sonrió. La abrazó durante unos segundos y se separó rápido, no era bueno con las muestras de afecto incluso a sus seres queridos, entonces un abrazo —en su idioma afectivo— era algo gigante.

—Gracias, me acomodaré y de inmediato iré a tu cuarto, ¿está bien? —ella asintió, dándole la llave de su habitación y un "gracias" al chico que traía su equipaje para luego desaparecer en el cuarto contiguo. Hiro suspiró y entró.

Era espacioso, tanto que comenzaba a sentirse un tanto solo ahí pero sabía se acostumbraría, era algo parecido a su espacio en San Fransokyo, sólo debía dejar de lado que a diferencia de su recámara, el hotel no estaba desordenado... aún. Dejó su maleta en una pequeña mesa de mármol y se recostó. Escaneando todo el lugar se dio cuenta que contaba con un balcón que daba vista al mar.

Al son de las olasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora