LLUVIA DE RULOS

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“Hola, discúlpame que te moleste, pero eres muy linda. Me gustan mucho tus rulos”.

Tal vez si hubiera hecho eso aquel día, contigo sentada en aquella solitaria escalera al aire libre. Tal vez, solo tal vez…

Las mañanas son agradables, las aves despiertan primero y la ajetreada vida humana se empieza a notar cuando el sonido de los automóviles recorren las calles hasta ese momento solitarias. Entonces, el sol es cálido, el desayuno tranquilo y el día inicia.

Esa es la realidad para muchos, pero no para ella. Se refugió en leer y ver videos de su banda favorita todo el fin de semana. No pegó un ojo en toda la noche porque cuando lo hizo, el sueño se volvió a ir e incapaz de vaciar su mente, éste se llenó de recuerdos vividos y táctiles, acompañados por penosos escenarios ficticios. Tal vez las ojeras serían suficiente indicativo, pero lo que realmente marca la gravedad de la situación es la cubeta al lado de su cama: lo que debía ser vómito fue reemplazado por sangre espesa y podrida, pero también hay brillantes pétalos rosas pegados por todas partes.

De la misma forma en las que aquellos rulos se pegaban contra su piel debido al sudor.

Comenzó con una serie de estornudos. Un moco transparente por aquí y por allá, tal y como sus alergias mañaneras, o al polvo, o a los cambios del clima; no resultaba en nada nuevo para su rutina. Solo tomar las pastillas como de costumbre y luego seguir intentando distraerse de su propia mente, de su sensibilidad y extrema vulnerabilidad emocional. Y a lo mejor ese fue el problema, la razón por la que no pudo pararlo a tiempo.

Con ella, con la enfermedad, con su mente, con todo.

El primer pétalo apareció cuando estaba cruzando la avenida de vuelta a casa. Perdiéndose en el concepto relativo del tiempo, recordando la sensación de derretirse bajo aquella mano en su pierna y las amenas conversaciones que se veían superadas por un cómodo silencio, como si el interior del automóvil fuera un universo completamente separado a la caótica y transitada calle asfaltada en el exterior.

Los besos frente a la iglesia, o frente al centro deportivo.

Un estornudo y un pequeño pétalo adherido a éste. Morir por dentro nunca había sido tan hermoso.

El correr de los días rutinarios hizo lo suyo, y la segunda vez que sucedió fue cuando salió en familia en un desesperado intento por evitar la soledad. Pero su desesperado cerebro en abstinencia fue más fuerte que ella, desviándose por puro instinto a cualquier auto que se pareciera al suyo, buscando la matricula que se había memorizado durante su precioso y límite momento de obsesión. Y el pensamiento racional estaba tan presente, la lucha interna de repetirse a sí misma que dejara de hacerlo, y la fatalidad de que su cuerpo no respondía a sus ordenes conscientes. Hasta que la voz de su familia sonaba tan distante, hasta que la música del lugar se mezcló con el bullicio y el alcohol de su trago se mezcló con sus sentidos poco a poco. Hasta que aquella lágrima se asomó a molestar, abrumada, sobrecargada ante la pérdida de control que había iniciado hace tantas semanas. Se sintió físicamente molesto, como si fuera arena. Y rascarse arrugó el pequeño pétalo que salió de allí.

Ella no estaría estacionada frente a su casa, esperándola, haciendo el esfuerzo de no perderla y salvar aunque sea su amistad, ¿No es así?

No lo estaría, ¿Por qué lo estaría?

Fueron dos los pétalos que salieron cuando tosió al llegar a casa. Lo anestesió con videos en internet entonces. No podía disfrutar sus canciones favoritas de años sin que sus pensamientos se dispersen. Hacer los trabajos de la universidad fueron un infierno debido a la falta de concentración y procesamiento de información; ni hablar de la forma en la que perdió la capacidad de concentrarse en alguna de esas lecturas que tanto le gustaba desde su infancia, de la manera en la que aquellos mundos de fantasía tan vívidamente reproducidos en su mente se convirtiera en su propia voz interna narrando el mismo texto una y otra vez.

Llorar por las noches hasta dormir era agotador, los ojos dolían después y la luz lastimaba al amanecer. Pero ello podía compensarse, era liberarse de la presión en el pecho para poder descansar, aunque luego soñara con la situación una y otra vez; aunque cada mañana tuviera que vivir el proceso de adaptarse a la realidad nuevamente, y todo se le viniera cuesta abajo hasta con más intensidad. Había escuchado acerca de personas que lloraron hasta vomitar. Es solo que nunca pensó que la primera vez que tuviera que vivirlo en carne propia vomitaría sangre pura desde sus entrañas adoloridas, que entre el saturado carmesí se encontrarían pétalos sueltos por doquier. No olvidaría nunca el pánico del fluido caliente escurriéndose por su ropa y su piel, del gran esfuerzo físico para no broncoaspirar algo desconocido, de la asquerosa textura sólida y suave pegándose por todas partes. Se hubiera preocupado por haber perdido demasiada sangre, si tan solo no estuviera sintiendo su corazón latir tan rápido y priorizando el uso de sus temblorosas manos en estirar el hilo hecho de líquido espeso y gelificado que se atoró en su garganta, sosteniendo en el aire a una hermosa flor haitang, vibrante entre la adversidad, enérgica ante un cuerpo agotado y asustado.

Aquel día, se golpeó fuertemente contra el suelo en un débil intento por no ensuciar su cama. Quedarse de rodillas sintiendo lo expulsado con sus manos; esparciéndolo y dibujando cosas pequeñas y simples tentativamente mientras dejaba que su cerebro procesara la situación, probablemente no habría sido una imagen agradable para nadie que tuviera la desgracia de verla en ese momento. Y por un momento, su cerebro le concedió el beneficio del silencio, a cambio de proporcionar una desvinculación total de la realidad manifestado físicamente en esa visión borrosa acompañada de un terrible pitido continuo y lejano.

Tan distante como lo que ellas alguna vez fueron, o pudieron haber sido.

Eventualmente, se acostumbró. Al uso de inhaladores como si volviera a tener cinco años con una crisis asmática. A que dejara de aparecer en el inicio de sus redes sociales, a ser consciente de la ausencia, a los caminos solitarios de vuelta. A convivir con la sangre que daban forma a las flores que crecían desde sus más profundas entrañas, la materialización de la constancia y el polvo de estrellas rotas que alguna vez ardieron con todo su ser.

Las personas no son eternas y las cosas no salen bien solo porque tú ames tanto intentarlo; pensaba mientras se arrancaba las ramas solidificadas desde sus venas y que adornaban su brazo con preciosas y resplandecientes  flores haitang. Ningún dolor físico provocado por el cruel desliz áspero cortando y asesinando sus células sería suficiente para un alma tan despedazada.

Y volvería una y otra vez, a ser despedazada, a arrancarse las flores de su cuerpo, a sangrar en cada lugar y hacerse una con el torrente de sentimientos, de su toque, de su tiempo y su atención.

Es verdad que cortar su piel con el cutter y removerlo en el interior con el fin de arrancar las raíces de su muslo no era algo placentero. Indagar entre los músculos sangrientos y cansados se convirtió en una rutina agria y ansiosa.

Dolía tanto.

Oh, sí que dolía tanto.

Sentir y estar vivo podía doler tanto. Pero para ella, renunciar a sus sentimientos, a su capacidad de entender la realidad y crear arte nunca fue una opción. Amarla nunca fue un error, sería inevitable de todas formas. Y ella lo sabía. Lo sabía desde el momento en el que su mirada se desviaba hacia donde sentía su presencia cada vez, cuando podía reconocerla sin tener que verla, cuando se volvió tan adicta a su perfume y la textura de su ropa. Cuando no sintió asco de mezclar su saliva con la suya.

No era un error, pensaba cuando se miraba al espejo, llena de cicatrices, de cansancio y pesadez.

Lo volvería a hacer, pensaba mientras aquella punta afilada apuntaba directo a su pecho, penetrando las primeras capas de piel, renovando la sangre seca y tiesa que la cubría por completo.

No renunciaría a sentir nunca, moriría sin protestar junto a las raíces tan profundamente adheridas a su corazón y su cerebro.

Todavía recordaba tan claramente, pero ella se veía tan borrosa, allá, a lo lejos sentada en esa escalera sola. Allá, cuando salía sola y en silencio sin hablarle a nadie.

Tal vez si le hubiera hablado en ese entonces…

Solo tal vez…

Pero por dios, como la amaba.

Morir nunca había sido tan hermoso.

LLUVIA DE RULOS • LESB ONE SHOTWhere stories live. Discover now