El flautista

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Adaptación del cuento clásico

Siguió corriendo. Estaba agotado, pero sabía que los niños del pueblo no le darían tregua. Había robado un pequeño queso de los puestos del mercado, y el hijo de uno de los clientes lo había visto. Los demás se unieron en cacería. Eran los mismos niños junto a los que había aprendido a leer y a escribir en el monasterio, los que habían sido sus amigos. Los mismos que ahora lo perseguían con piedras.

Lo persiguieron por todo el pueblo. Creyó que lograría perderlos, pero mirar hacia atrás le jugó una mala pasada, y tropezó. Lo rodearon y atacaron sin piedad, mientras reían y le gritaban "huérfano", "bastardo" y otros insultos más que calaban en su pequeña mente. Los odió. Pero tenían razón. Ya no tenía nada. Una enfermedad se había llevado a su padre, y con él se había ido toda la vida que conocía. Ahora solo tenía su ropa, su flauta y un puñado de piedras ensangrentadas. Las tomó mientras su pecho bullía, y volvió a lanzárselas. Pero no le dio a nadie... Apretó los puños al ver que se alejaban y reían aun más.

Lo reconfortó un poco la pequeña victoria de saberse aún dueño de aquel trozo de queso. Mordisqueó pequeños pedazos durante todo el día, aún con el palpitante dolor de las pedradas y de los últimos eventos acompañándolo. Por la noche decidió compartir lo poco que le quedaba: una pequeña visitante solía aparecer en el escondite en el que se refugiaba. Al principio, sus chillidos le habían infundido terror. Sin embargo, nunca le había hecho daño, así que había dejado de temerle con el pasar de los días. Recordaba que el queso era su comida favorita en las historias. Pero ella se acercó, oteó el aire y volvió a alejarse. Aprendió que no le gustaba el intenso olor de ese queso fuerte. Volvió a intentarlo cada día: cuando conseguía algo de comida para él, también había para ella. Ella siempre volvía, incluso cuando él no tenía nada para ofrecerle. Aprendió qué prefería. Aprendió cómo no asustarla. Aprendió a hacer amistad con aquel pequeño ser que le hacía compañía.

Conseguir comida no siempre era sencillo. Se veía obligado a robar a los mercaderes, escabulléndose bajo los manteles de las mesas de la plaza central, evitando pisar sus pies o golpear sus piernas... y evitando ser golpeado por sus palos cuando lo descubrían. La velocidad ayudaba mucho. Eso lo aprendió de ella.

Él aprendió mucho de ella y, con el tiempo, ella de él. Al principio le enseñó trucos sencillos, como acudir a su llamado, a dar vueltas sobre sí misma para recibir un trozo de comida o a saltar a sus manos. La llamó Blanca. La llevaba a todas partes escondida en su capucha. Le mostró sus lugares favoritos en los sitios más hermosos del pueblo. Le mostró cómo tocaba la flauta, y cuáles eran sus canciones favoritas. Blanca parecía tranquilizarse con su melodía. Un día, Blanca llegó acompañada de su familia. Al principio intentó amaestrarlas con comida, pero, al poco tiempo, notó que lo mejor era la melodía de su flauta. Ellas parecían entregar su voluntad al son de las notas. Su abuelo se la había regalado, y le había enseñado a tocarla también. Sabía hacerlo casi desde que tenía memoria, y poder compartir su amor por su música con aquellos pequeños seres que en verdad lo apreciaban era inigualable. Y él comenzó a apreciarlas a ellas, más de lo que había apreciado a ningún ser humano jamás.

A ellas también les mostró los sitios más hermosos del pueblo, pero también los más peligrosos, los caminos más oscuros llenos ebrios, enfermos abandonados a morir y hombres que peleaban en la noche con cuchillos por unas monedas. Pero ya no iba con miedo: sus amigas lo protegían. Cuando alguien se le acercaba, ellas salían de entre su ropa y comenzaban a chillar y a mostrar los dientes. Casi siempre alcanzaba para alejarlos, pero a veces solo se reían. Entonces enseñó a sus amigas a atacar y a morder cuando él se los indicara. Cuando la melodía se los indicara. Y ya nadie se reía.

Los años pasaron y sus escondites dejaron de ser los mismos. Sus amigas murieron, pero nacieron otras. Muchas otras. Tantas, que su pequeña exhibición de trucos de roedores era rechazada y evitada. Tantas, que incluso caminar por las calles resultaba, no solo intimidante, sino incluso repulsivo para los demás. Entonces se vio obligado a recurrir a sus viejos métodos. Solo que ahora sería más fácil: ya no tendría que escabullirse. Tenía amigas que lo hacían por él.

Hasta que un día aparecieron dos soldados frente a él con una orden de arresto. No opuso resistencia. Pero tampoco iba a permitirlo. En cuanto pasaron por caminos más oscuros y vacíos llamó a sus amigas. Ellas comenzaron a aparecer hasta rodearlos por completo. Ellas se encargaron.

Había evitado el calabozo, pero nunca más podría ser visto en ese pueblo.

Viajó por días, a pie, acompañado por cientos de ellas. Llegó a las afueras del burgo principal con solo unas pocas. Y con las botas destrozadas, deshecho y sin fuerzas. Se sentía vencido, pero sabía que era apenas el comienzo.

Gastó lo poco que tenía para convertir su imagen en una agradable. Pero mientras elegía el lugar ideal para retomar su exhibición, vio algo aún más llamativo: un cartel oficial del condado ofrecía una cuantiosa recompensa en oro a cambio de acabar con las ratas que infestaban las calles. Al principio le molestó. ¿Acabar con las ratas? Ellas eran lo único bueno que conocía. Arrancó los carteles con furia.

En los días siguientes intentó establecerse. Reabrió su presentación callejera con las pocas amigas que le habían quedado, pero también con muchas de las nuevas que había conocido allí. Pero su exhibición no parecía ser apreciada en absoluto. Solo se espantaban y alejaban en cuanto lo veían con ellas. Las pocas monedas al final del día lo llevaban una y otra vez a recordar los carteles que había destrozado. El pasar de los días y el rugir de su estómago lo hacían visualizar a la perfección, en su mente, aquella enorme cifra que se prometía como recompensa. Ya no era un muchacho, y ansiaba las vidas de aquellos que lo miraban con asco.

Era una recompensa ridículamente alta por un trabajo imposible. Pero no para él. Para él sería lo más sencillo del mundo.

Él las amaba, pero... ¿No lo amaban también, ellas a él? ¿No darían su vida, tan corta existencia, por tan noble causa? Una vida nueva para su amo. Para su amigo. Comenzó a creer que ellas lo entenderían. Tuvo la certeza de ello.

Se presentó ante el conde en persona. Cuando le preguntaron qué método utilizaría, entre risas, respondió que podrían verlo con sus propios ojos. Pero nadie fue a verlo. Nadie lo creyó posible. Un hombre solo, el trabajo de una centena. Un flautista. Todavía oía las carcajadas en su cabeza mientras sus amigas entraban ciegamente al río al compás de la melodía. Ellas no dudaban de él. Sintió un inmenso orgullo, a la vez que un inmenso dolor, al verlas entregar su vida. Sin siquiera el menor atisbo de miedo. Se sintió amado.

Fue halagador el asombro generalizado, en la siguiente semana, en la que los pueblerinos no podían creer que la ausencia de roedores fuese real. Aunque no recibió verdaderos halagos. Tampoco verdaderas palabras de agradecimiento. Le importaba poco. La recompensa prometida opacaba a todos aquellos pormenores. Sin embargo, cuando se presentó al castillo para recibirla, fue recibido nuevamente con incredulidad. Incredulidad que devino en burlas. Era ridículo pensar que estuvieran muertas todas. Era ridículo que hubiese creído que en verdad recibiría esa suma. Ridículo era permitir que se rían de él de aquella manera. Deseó tenerlas con él, y las extrañó muchísimo en ese instante preciso. Ellas se hubieran encargado de destrozarlos, tal como lo habían hecho con los soldados aquella vez.

Juró vengarse, y sabía exactamente cuál sería la manera perfecta. Algo que les doliera tanto como le había dolido a él.

Pasó los próximos días enfocando toda su atención en los niños de la ciudad. Los siguió, memorizó sus actividades y sus recorridos, especialmente cuando iban solos o con sus amigos. Comenzó a experimentar con la melodía de su flauta en ellos. Cada vez que pasaban delante suyo volvía a intentarlo con una melodía diferente, hasta que logró pulir con exactitud qué notas, en qué orden y con qué cadencia lograría seducirlos. Esperó al día perfecto. Un festival en que todos los niños correteaban por ahí con libertad y había música por tocar partes. Pero su música era única, ellos oían esa tonada por debajo de todas las demás, y aún así la oían mejor. Recorrió la ciudad tocándola, y cada vez que volvía atrás la mirada, más niños lo seguían. Sonrió. No necesitó promesas ni engaños. Ellos simplemente se deleitaban con su música, y ¿quién era él para negárselas? No era más que un simple servidor queriendo dar lo mejor que tenía.

Los llevó consigo hasta cruzar las murallas, por caminos ocultos bajo la ciudad. Cruzaron la pradera hasta llegar al bosque. Allí ingresaron a una cueva. Había logrado esconder a algunas de sus amigas allí. Pero allí no se vivía tan bien como en la ciudad. Ellas tenían hambre. Y les había traído su regalo. No dejó de tocar su música. Quería que la disfrutaran hasta sus últimos suspiros.

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⏰ Last updated: Dec 28, 2023 ⏰

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