Una ventana estalló y el sonido de los cristales destrozados se siguió inmediatamente con un coro de vítores, aplausos y risas de todos los presentes. El líquido de la botella recién descorchada explotó en borbotones, y el tío de Mari, que la sostenía, aprovechó para salpicar a todos los que estaban cerca. Dos se engancharon del brazo y se pusieron a dar vueltas bajo la lluvia dorada del champagne, hasta que uno se patinó con el charco espumoso bajo sus pies y se estampó la espalda contra el pasto. Otra ola de risas. El caído también se reía, y yo mismo no podía parar, pero en cuanto pude me acerqué a ayudarlo, y me agradeció dándome una palmada en la mejilla y diciéndome que por fin le conocían a alguien a la Mari.
La energía que fluía entre todos era maravillosa, se abrazaban, palmeaban la espalda, bailaban con cualquiera. Algunos ya estaban pasados de rosca, eso seguramente tenía mucho que ver, pero el ambiente era muy alegre, me encantaba.
—¿Te está gustando, amor?
—¿Que si me gusta? ¡Me encanta! El resto de tu familia es genial, igual que tus viejos y tu hermana. Me encanta estar acá, gorda. —concluí, y le di un beso en la boca. Uno bastante apasionado, porque, a pesar de estar en medio de la casa y frente a todos, yo también estaba medio en pedo. Hasta que mi mano en su cintura empezó a bajar y ella se separó rápido, un poco nerviosa.
—Pará, amor, pará. —Agarró mi mano y volvió a subirla a la cintura. Me dio un pico sencillo seguido de un abrazo, en el que aprovechó haber quedado a centímetros de mi oído para susurrar:
—Mi viejo nos está viendo. —Seguí besándole el cuello, sin pensarlo mucho, hasta que ella se separó más de mí y me indicó mirar hacia un lado con un gesto casi imperceptible de sus cejas y cabeza. Me giré hacia allá disimuladamente y, efectivamente, el padre de Mari nos estaba mirando.
—¿Y qué le pasa que nos mira así? ¿Le calienta o qué? —Ella estalló en una carcajada.
—¿Te olvidaste? Te dije que son muy religiosos. —Detalle imposible de olvidar, con ese mural enorme de mosaico con la imagen de una hostia saliendo de un cáliz.
—Y, pero escuchame, ¿me estás diciendo que se piensan que todavía no...?
—No sé, amor, mi viejo no sé, pero mi vieja seguro que piensa eso. Olvidate igual, no creo que me diga nada. Pero tranqui, sin manoseos, ¿sí?
—Ay gorda, no me podés decir eso, ¿no ves que me calienta más? —dije, mientras le besaba el mentón y ella reía—. Escuchame, ¿y no hay algún lugar en el que podamos estar... ya sabés, solitos?
—No sé. Vine muchas veces de visita a esta casa, pero no la conozco tanto, no me andaba metiendo por todos los rincones.
—¿Y en el baño?
—Más tarde, en todo caso, amor, cuando ya se hayan ido algunos y esté más despejado. Ahora hay un montón de gente rondando por ahí, en el pasillo del baño, y en todas partes, bah. —Me estampó otro beso rápido y comenzó a alejarse—. Voy a ayudar a preparar la mesa dulce, ahí vengo.
—Dale. Yo voy a pasear por ahí, a chequear una cosa —dije, con la sonrisa más pícara que pude hacer.
Empecé a caminar por el jardín. La casa era grande, y el jardín lo era aun más. La familia de Mari era de clase media, pero los hermanos de la madre estaban mejor posicionados todavía, y parecía que el tío podía darse lujos. Caminar por ahí afuera daba gusto, una ligustrina enorme cubría todas las paredes, había jazmines del aire que colgaban de acá y allá que inundaban el aire con aroma precioso. Canteros con helechos y tulipanes y arbustos de rosas.
Lancé una mirada rápida al tumulto de gente que se apiñaban cerca de la parte techada del jardín, donde había dispuestas tres mesas alargadas y estaban reemplazando los platos con restos del asado por otros con almendras, turrones y budines.