Tomó la botella para rellenar el vaso con un chorro tembloroso que rebasó y se derramó sobre la mesa. El líquido alcanzó la hoja. Guillermo apretó las muelas, la hizo un bollo y lanzó lejos.
De vuelta.
Tomó otro papel, la lapicera iba y venía con trazos veloces que hundían surcos entre los renglones. Los dedos casi blancos de tanto apretarla. No. Volvió a hacerla un bollo.
Quería volcar en esa hoja lo único que le quedaba: la verdad. Con la misma honestidad que lo había enterrado en ese pozo que parecía más profundo cada día. Esa que le había costado tanto conseguir, porque mentir por años había sido difícil, pero había sido muchísimo más fácil que admitir sus sentimientos. Esos que su padre rechazó con una paliza el día que se los insinuó, muchos años atrás.
Y Camila también odió esa verdad, se lo dejó muy claro. Luego de su confesión, cada día que compartieron bajo el mismo techo había sido una tortura. Pero más lo fueron los días sin ella, porque no se fue sola: también se los llevó a ellos, a sus dos angelitos.
Fue ahí cuando comenzó el verdadero suplicio. Porque Camila no se conformó con separarse. Ella no se detuvo hasta tenerlo hundido en la miseria, aplastado por el dolor, rogando por piedad.
La pesadilla comenzó un día de agosto, algunas semanas después de esa gran pelea que tuvieron, tras su salvaje sincericidio. Después, le había pedido el divorcio, pero ella no aceptó. Eso hubiera sido demasiado sencillo. Hubo llanto, gritos, y no faltaron los platos rotos.
Ese día, encontró la casa vacía, luego de regresar del trabajo. El silencio absoluto fue el primer golpe, en contraste con el recibimiento ruidoso de siempre. Los armarios vacíos, la ausencia de esa ovejita que solía reposar en la almohada de Mica, y del dinosaurio rojo que nunca faltaba en la mesa de luz de Nico.
Guillermo corrió a buscarlos a la casa del tío Carlitos, el otro hermano de Camila además de Cayetano, el hombre que siempre había estado en su mira desde el día que lo conoció, y con el que por fin iba a poder compartir la vida. Pero Carlitos se mostró tan sorprendido como él ante la desaparición repentina de su familia.
También fue a buscarlos a la casa de los padres de ella, pero tampoco sabían nada. Las cosas cambiaron cuando blanqueó su relación con Cayetano, y esa careta de amabilidad que tenían se cayó. Dejaron de abrirle la puerta o contestar sus llamadas. Incluso comenzaron a evitarlo si lo veían por la calle, desestimaban su preocupación fingiendo no saber de Camila o de los niños, y le pedían a ambos que dejaran de molestarlos.
«Ella los envenenó —reflexionaba Guillermo—, les llenó la cabeza con su lengua venenosa». Algo dentro suyo comenzaba a crecer, algo que agitaba su corazón y calentaba su sangre.
El segundo golpe fue cuando un hombre tocó su puerta para entregarle en mano una citación judicial. Allí lo informaban de una denuncia de su esposa por violencia doméstica... Jamás le había tocado un pelo a Camila. Una orden de restricción cautelar acompañaba la citación.
El retumbar en su pecho regresó con más fuerza. Tenía miedo, pero era un miedo absurdo. Confiaba en que su inocencia podría demostrarse, que la justicia haría lo que es justo. Sabía de casos en que se habían cometido errores terribles, pero a él no le pasaría. No. Se lo repetía una y otra vez. Todo saldría bien, todo se calmaría. Volvería a verlos.
Consiguió un abogado también él. Muy confiado, le dijo al menos cien veces que ganarían, que estuviese tranquilo, que todo saldría bien. Fue un alivio enorme, era lo que necesitaba oír. Pero las cosas no salieron como esperaba: todo se derrumbó cuando se enteraron de supuestas pruebas que respaldaban las denuncias de Camila: los Sánchez, sus vecinos y amigos con quiénes habían compartido decenas de asados, habían declarado a favor de ella. Otro duro golpe. Por primera vez lo invadió el terror de esa amenaza que se volvía más palpable a cada minuto. Esa que susurraba en sus oídos que ya no volvería a verlos.
Sentado en la habitación vacía, con el armario vacío y la almohada vacía. Esa en la que debía descansar la ovejita enrulada de Mica.
Recordó la mirada de recelo de su abogado cuando llegaron las fotos de su esposa y de sus hijos con manchas violáceas en los brazos. Se sentía apaleado. Jamás le había tocado un pelo a Camila, y mucho menos a sus hijos..., pero Cayetano... Se preguntó si sería el causante. Él sí reaccionaba mal. A veces muy mal, pero siempre era por culpa de Camila, se decía. Era ella y su veneno, que escupía sobre él y sobre toda su familia por igual. Creyó que al separarse de ella todo se arreglaría, pero parecía empeñada en continuar metida en el medio, impidiendo que le diera amor a sus niños, obsesionada con hacerlo miserable. Acaso decidió usar heridas causadas por otro con tal de lograrlo, pensó.
Quitarle a sus hijos era arrancarle el corazón.
Pero ya no debía preocuparse por cosas del pasado, se dijo.
Ese día estaban solos. Nadie sabía que estaban juntos, por fin y por siempre. Ninguna Camila vendría a quitárselos. Ningún Cayetano vendría a poner orden.
Los tres habían llorado de alegría al reencontrarse. Saber que ella era capaz de hacer sufrir así a sus hijos le hervía la sangre... Ese era un límite que no le permitiría volver a cruzar.
Guillermo ya no lo soportaba.
Verlos sufrir fue el golpe que lo había decidido. Estaba cansado de recibir golpes. Y decidido a jamás recibir otro.
Firmó la carta con un trazo profundo y pulso irregular.
El sonido de risas y de Pepa Pig en la sala apaciguaba un poco ese ruido insoportable en su cabeza y ese calor que le quemaba las entrañas; aún así, estaba convencido de que era lo correcto.
Ellos seguían viendo su programa favorito, felices de estar finalmente reunidos con su papá, ajenos a todo mal.
Sus dos angelitos.
Abrió el cargador y colocó una, dos, tres balas. Tiró la corredera, sacó el seguro, apuntó.
Intentó decidir a cuál primero, pero prefirió no pensarlo mucho, tan solo habría un instante entre ambos. Y luego le tocaría a él. De izquierda a derecha, como cualquier lectura. El primer estruendo resonó en toda la casa. Un chispazo, un grito, el olor a pólvora, Mica con los oídos tapados y la cabeza gacha. La punta de su pistola volando en un movimiento rápido, otro click. Esta vez mudo. Volvió a intentarlo. Más clicks. El silencio sobre el eco del primer y único disparo. Hasta que Mica comenzó a girarse... Y lo vio. Y él vio sus ojos aterrorizados. Todo su cuerpo perdió fuerzas, el arma se resbaló de su mano hasta caer en la alfombra mullida con un ruido sordo. Mica corrió, con los oídos todavía tapados. Guille levantó el arma y corrió tras ella. Un portazo casi en su cara, que volvió a abrir de un empujón.
No la vio de un primer vistazo, pero sí vio una manito deslizándose por el piso para atrapar la oveja enrulada y volver a esconderse bajo la cama.
Entendió que le tenía terror. A él, a papá. Ese fue el golpe que más le dolió.
Bajó el arma y regresó a la sala, el corazón le dio un vuelco cuando vio el rojo intenso del dinosaurio de Nico que se perdía en el de la sangre, mostrándole el espectáculo más terrible. No volvió a dar otro paso. Abrió la boca y volvió a probar el gatillo con el arma dentro. Está vez sí funcionó. Otro estruendo, y su cuerpo se desplomó junto a la mesa.
Un papel cayó de ella, muy despacio, hasta posarse sobre la cabeza reventada de Guillermo.
"Esto lo hiciste vos. Así lo quisiste.", se leía.