8. Acabas de viajar en el tiempo

25 5 83
                                    

No llegó a la falda del monte, porque para su sorpresa, en algún momento que no pudo determinar con exactitud el bosque fue clareando y se halló frente a un puñado de casas rústicas y simples iluminadas tenuemente por unas farolas moribundas que parecían inspiradas en un libro sobre arquitectura medieval.

Pasmada, tuvo que cubrirse la boca con una mano para no gritar de alegría al darse cuenta de que Shaina había dicho la verdad: por fin había llegado a Rodorio. Anotó en su cabeza que le debía un café a la italiana y se abrazó a Bull, besándole el lomo y el pescuezo y recibiendo a cambio una tanda de lametazos que le empaparon la cara.

—No me lo puedo creer, chico... ¡lo hemos conseguido! —musitó, palmeándole suavemente el costado para reanudar el camino.

La aldea se componía de calles estrechas empedradas y construcciones de una o dos plantas con balcones de forja. Advirtió que no había bares abiertos ni vecinos haciendo vida social, algo extraño en Grecia una madrugada de sábado, pero que encajaba con la austeridad que, según Shaina, caracterizaba al lugar. La escasa luz -suficiente, empero, para pisar con seguridad- y el silencio reinante impregnaban todo de una atmósfera irreal, onírica. Habría creído que se hallaba en una ciudad fantasma de no ser por algunas ventanas encendidas aquí y allá, salpicando la noche como luciérnagas desubicadas.

Necesitaba dar con un sitio para dormir. Las maletas se le hacían pesadas tras horas cargándolas y Bull y ella añoraban la calidez de un colchón mullido, aunque la aldea no parecía disponer de albergues o posadas. Chasqueó la lengua con fastidio. Shaina le había dicho que debía preguntar por ella en un sitio llamado "santuario de Atenea"... suponiendo que continuase trabajando allí, claro. Pero había un pequeño inconveniente: era noche cerrada y no había ni un alma en las aceras para pedirle indicaciones.

Giró sobre los talones para situarse: el diseño de la aldea parecía responder a una estructura radial atravesada por círculos concéntricos, así que solo tenía que ir cruzando las que parecían las calles principales y llegaría al centro, en el cual, sin duda, habría alguien a quien preguntar. La idea le pareció buena y se lanzó con entusiasmo a ejecutarla, pero tras varias intentonas se vio forzada a rendirse y dejarse caer contra la pared de una casa, exhausta.

—Buscaremos mañana, ¿vale, Bull? Ahora déjame cerrar los ojos un ratito... —murmuró, sintiendo que las fuerzas la abandonaban.

Abrió los párpados un par de horas más tarde, cuando el amanecer apenas despuntaba. Se levantó y ofreció a su compañero agua y algo de comer, tras lo cual ella misma bebió y se metió en la boca un puñado de anacardos antes de echarse la mochila al hombro y volver a caminar sin rumbo, con una maleta en cada mano. Por suerte, el pueblo estaba despertando también y de las casas surgían los sonidos tranquilizadores de familias desayunando y conversando.

Sus pasos erráticos la llevaron hasta un edificio de dos plantas aislado en una manzana. La puerta de madera aún se hallaba cerrada, pero a través de una ventana entreabierta se filtraban el aroma y el inconfundible gorgoteo de una cafetera, lo cual hizo que su estómago se desperezase recordándole que llevaba demasiadas horas sin alimentarse en condiciones. Primera buena noticia del día: había encontrado un bar en aquel pueblo extraño.

Se aproximó a la puerta de madera tachonada con gruesos remaches oxidados y ladeó la cabeza esbozando media sonrisa al ver sobre ella un pequeño cartel manuscrito que rezaba "se busca camarero". Lo arrancó, se lo guardó en el bolsillo del pantalón y llamó con el puño, pero no obtuvo respuesta. Testaruda y hambrienta, lo repitió varias veces hasta que un individuo grueso, sudoroso y medio calvo se asomó con gesto hosco y la escrutó de arriba abajo, parcialmente oculto tras la hoja.

Ella le devolvió el examen: llevaba un mandil cochambroso y una camisa que había conocido tiempos mejores, pero lo más llamativo era el bigote de puntas desiguales y descoloridas, que evocaba un cepillo recogemigas. Todo en él parecía rancio y viejo. Desde luego, si el local estaba tan cuidado como el dueño, más que un camarero nuevo estaba pidiendo a gritos una inspección de sanidad.

El mapa de lo invisibleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora