02: Rayuela

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CAPÍTULO 02: RAYUELA ❜

19 de agosto, 1984

Merry Hills, Texas

Los dedos sagaces del otoño rozaban las faldas del verano en Texas. Era cuestión de semanas para que el pueblo se redujera a humedad, calabazas y dócil bruma; el verde, aunque desaturado, persistía en darle batalla al naranja que no mostraba intenciones de ceder; y si bien un velo humoso arropaba el cristal de la ventana, podía divisar a tres niños saltando como ranas retozonas sobre una rayuela de escayola blanca en el hormigón a través de él mientras escribía un ensayo para la clase de español

Aún tengo el mini-casete, a propósito, el que compré tras mi primera paga; pero estuve escuchándolo el domingo luego de mi decimosexto cumpleaños y por un segundo consideré la ruin posibilidad de que ya no me gustara tanto. En realidad, como que lo comenzaba a aborrecer, y yo no era de aborrecer cosas con facilidad. Creo que uno no debería aborrecer tanto en la vida, porque el aborrecimiento es el cimiento de los infelices, y yo no me consideraba una persona infeliz. Tal vez comenzaba a aborrecerlo, pues, porque sin darme cuenta lo estaba relacionando con la mísera hoja en blanco frente a la cual estaba estancada, y el repentino cese de la música marcó la tercera media hora que llevaba allí borroneando títulos. Así que saqué la cajita plástica del walkman, y la incrusté con una diligencia religiosa en el espacio de la «S» en el alfabeto de mi colección, que era básicamente una caja de zapatos Reebok envuelta con un empapelado de Snoopy. También me gustaba Snoopy, en especial cuando lloraba. Hacía este sonido tan gracioso, como «wuuwuuwaa», lo cual me mataba por completo. En serio lo hacía.

Alcé la vista, y una vez más la perdí en los niños jugando afuera. Y uno, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho... Uno, dos, tres, cuatro, seis, siete... Te saltaste un cuadro. Siguiente. Dos, tres, cuatro... Pisaste raya. Siguiente. Uno, dos, tres... . Qué buena partida tenían montada los críos, y yo de pronto sólo podía rezar para que no lloviera esa tarde de un mes tan llorón como agosto y que Vincent Bailey-Reed no apareciera de entre los árboles para perseguirlos y que entonces pudieran regresar y seguir jugando en la misma rayuela porque si no se irían de allí y jugarían en otra calle y de repente yo tenía siete años y me acercaba a un grupo de niños en la escuela armando una rayuela en el suelo para preguntarles: «¿puedo jugar con ustedes?».

No, Beverly. Ya no puedes, y Vincent Bailey-Reed no es real. Tienes que escribir un ensayo para poder ir al arcade con papá y Colton.

Regresé la mirada al papel y me encontré a mí misma fantaseando con la idea de que si Bailey-Reed entrara en aquel momento, me tumbaría al suelo para suplicarle de rodillas que por favor me permitiera escribir el ensayo porque no se me ocurría nada más miserable que imaginar a la policía investigar la escena del crimen y hallar mi fétido cadáver junto a una hoja con nada más que mi nombre, la fecha y borrones en el título. La superstición me hizo darle un vistazo a la habitación y no, Beverly, no hay ningún asesino en serie ficticio ni real en casa. Puedo llegar a ser bastante nerviosa en ocasiones. Mi papá dice que no podría ser cirujana por lo mismo, lo cual no entiendo, porque nunca he expresado querer ser cirujana. La verdad, no me he detenido a pensar en qué quiero ser realmente, pero a veces salgo a la calle High, donde está la floristería del señor Moore, y miro lo que hacen las empleadas en el mostrador, y, Cristo, podría quedarme allí de pie mirándolas por horas, como cortan y acomodan las flores en lo que llaman «bouquets». Eso es lindo. Tal vez me gustaría ser eso. Entonces me hice consciente del interior de mis labios y comencé a mordisqueármelos. No podía parar.

De pronto se me ocurrió mentir con respecto al ensayo. «Pero dije que a partir de ahora sería diferente...», pensé. Todos decimos cosas, Beverly. Estarás bien. «¿Puedo...?» Sí. Sí puedes jugar con nosotros. Cinco minutos. Sólo cinco minutos.

Uno es multitud #PGP2024Where stories live. Discover now