7. Manicomio

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Manicomio.

No aguanto pararme una vez más de la  cama; no aguanto abrir de nuevo los ojos y fijar mi mirada en las paredes blancas de mi habitación, que fácilmente podrían pasar por las de un hospital psiquiátrico.

«¿O quien sabe? Tal vez hasta las de un manicomio».

No quiero despertar con el corazón martillándome el pecho por haber tenido una pesadilla, no aguantaría una parálisis más; no soportaría soñar despierta para despertar y ver como todo se rompe y nada se cumple.

No quiero continuar con esta lucha diaria contra mi misma, contra mis ganas, contra mis miedos y mis traumas.

Quiero comer más, entrenar algún deporte, hacer ejercicio, yoga y preocuparme un poco más por mi búsqueda espiritual, quiero invertir tiempo en estar bien y en lugar de eso, me quedo procastinando y pensando como llegué a este estado, como de haber aprendido a volar, estoy tocando fondo.

No quiero sentir más nada pero más me da miedo no volver a sentir como antes; libre e inocente, sin razones para odiarme, ni para rajarme la consciencia a punta de echarme la culpa por todo el daño que me han hecho los demás.

Me da miedo ser mala persona, pero más miedo me da ser igual de buena que antes, ser la muñequita frágil, que hecha de la porcelana más fina y vulnerable fácilmente se cae tras resbalarse de las manos de alguien más.

Amo las estrellas, pero les tengo envidia por su papel en el universo, detesto como pueden brillar mientras se rodean de tanta oscuridad; de admirarlas tanto, aprendí a ser igual fugaz para cuidar el poco brillo que me queda cuando recuerdo cómo encender mi luz interior.

Me gustan los atardeceres, pero en el fondo, muy adentro, no quiero volver a ver uno.

Fueron esas madrugadas depresivas las que me llevaron a escribir del caos, fueron esos delirios de poeta infame los que me llevaron a rimar de mentira las verdades más gordas y llevar mis letras por el camino estrecho; por el más fino y rústico.

Fueron los miedos mismos los que me obligaron a saltar al vacío, y fue la negrura de mi interior la que me terminó empujando.

Fue el dolor rajándome el pecho el que hizo cocerme las heridas con el lápiz en el papel, fue la pena cruda la que me hizo tatuarmela con tinta de sentimientos perennes en la piel.

Fue el concierto vacío, las sillas rotas y las luces apagadas las que me hicieron devolverme a casa sin nada; fue la cocaína que me esperaba en la esquina abrazando a los recuerdos en la madrugada.

La alegría en unos ojos que no son míos, fue el calor de unos brazos delicados que tampoco eran los míos; fueron los latidos desperdiciados, el posdata escondido, la carta jamás enviada con un destinatario desconocido.

Fueron las lágrimas de sangre, fueron las rosas que abracé contra mi pecho hasta romperme, hasta desgarrarme; fueron los zapatos gastados en la carretera caliente, rumbo a tu casa de nuevo, hasta volver a suicidarme.

Desde el agua salada. ©Where stories live. Discover now