02: Fantasmas en detención

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CAPÍTULO 02: FANTASMAS EN DETENCIÓN

20 de agosto, 1984

Merry Hills, Texas

—Te veo mañana, Beverly. Adiós.

Esa fue Mónica Schlichting. Era mi compañera en el laboratorio de química, la última asignatura del martes. A pesar de lo mucho que se me dificulta identificar subtonos en los comentarios de la gente, esa vez percibí uno de burla en su despedida, pues ella no tendría que quedarse en la escuela por tres horas más para cumplir detención.

Estaba consciente de que esas no eran sus intenciones, sin embargo. Le correspondí la despedida; pero no me nació decirle que esperaba verla al día siguiente. Incluso si así lo hubiera querido, sabía que no me hablaría hasta el próximo martes. Era además la segunda vez en la semana que no podía simplemente marcharme a casa después de las clases, lo cual me había encerrado en esta casilla mental de que los cambios de planes deberían ser un delito contra la integridad mental o algo por el estilo. Deberían como mínimo multar a la gente por esas cosas; pero recién iniciaba el año escolar y ya me había ganado dos horas de detención al final de la jornada por saltarme la primera clase del día durante toda la semana anterior sin justificación. Es que siempre llegaba tarde, y en serio me costaba seguirle el hilo a una clase habiéndome perdido el inicio, así que solía esperar en las gradas del gimnasio escolar dibujando garabatos en las últimas páginas de mis cuadernos. Te juro por Dios que nadie me entiende.

Cuando creía que la situación no podía ser más engorrosa de lo que de por sí era, sin embargo, bastó con algo tan simple como con agregar el predicado «... y de pronto Mick Marvin entró al aula 013» al final de la oración para así pisar el margen de lo peor. Mick Marvin. Sí. El tercero de la lista; el tropezón en el hombro cuando salí de la cafetería. Se trataba de este chico con el cabello cuidado con una cínica austeridad por su madre, la estilista que bien presumía haber trabajado con Allan Edwards —estilista capilar de Farrah Fawcett— en algún punto de su carrera. Mick tenía el rostro cuadrado, y parecía comprar el mismo par de tenis cada mes, o, bien, atender su único par con el mismo ahínco que su madre con su cabello. Sé que dije antes que uno no debería aborrecer tanto, pero siempre le di el privilegio de ser la excepción, en gran parte porque el rechazo era mutuo: ese día Mick se sentó a cuatro puestos de mí. Cristo. Ese chico en serio me repudiaba, y me lo confirmó una vez más al establecer esos dos metros de distancia. Dos metros. La verdad es que podía vivir con eso en silencio por dos horas; podría haberlo hecho, de no ser por el momento en el que soltó el comentario más estúpido que escuché en el día cuando el profesor Quentin Rogers preguntó qué hicimos para ganarnos el castigo.

—Me encontraron besando a Fernie Richman en el pasillo.

Ahogué una carcajada, y podría haber jurado que Rogers también si no fuera un experto en el estoicismo. Mick, en su defensa, me confrontó con un desafío propio de sus modos de ser:

—¿Qué pasa, Kimberly? Ya quisieras que alguien te besara en el pasillo.

Era gracioso, porque me odiaba. Ese bastardo sí me odiaba. La verdad es que todo lo que podía atravesar mi mente cuando lo miraba era el recuerdo de la vez que le confesó al grupo que su madre le había prohibido jugar con nosotros por el riesgo al que nos sometimos el día del incidente en la casa del árbol, y el hecho de que, desde entonces, Mick Marvin no nos había vuelto a dirigir la palabra en la mayor medida posible. Pero no solo eso. Era tal bastardo, que por algún motivo parecía llegar al extremo de aborrecerme sólo a mí de entre los cuatro y se tomaba la molestia de aprovechar toda oportunidad de dejármelo claro. No respondí nada en ese momento, como fuera. No estaba de ánimos para engancharme a discutir con él, tomando en cuenta que era y siempre fue en sí mismo un todo-en-uno de las cosas que yo menos toleraba a nivel sensorial. Mis comportamientos regidos por la pasividad parecían debilitarse de sobremanera cuando se trataba de él y ese asqueroso olor a spray para cabello AquaNet, o de los estruendosos chillidos que hacía con su Chevy en el vecindario para presumir; pero incluso desconociendo tales motivos que inspiraban aquel repudio hacia mi persona, a mí tampoco podría importarme lo suficiente como para hacer algo por impedirlo. En realidad, cuando sí me sentía de ánimos para responder a sus sandeces, incluso llegaba a disfrutar el hecho de ser una fuente de cortisol en la química cerebral de Mick Marvin.

Uno es multitud #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora