Capítulo III

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"En el arte de superar a los ex, a veces las cicatrices son la poesía silenciosa de nuestra victoria".

Nikki Norwood.

Aquella frase resonaba en mi mente como un eco de sabiduría ancestral, un mantra que me acompañaba en mi camino de redención. Superar a alguien que había dejado cicatrices tan profundas en mi piel y alma no era una tarea fácil, pero cada paso hacia adelante era una pequeña victoria sobre el pasado.

Mi vida, en aquel entonces, era un laberinto oscuro y retorcido en el que me había perdido. Vivir con él fue como caminar descalza sobre vidrios rotos, tratando de no hacer ruido, de no desatar su furia. Había cortado lazos con amigos y familiares, sumiéndome en una soledad autoimpuesta para mantener una apariencia de paz. Pero, en realidad, estaba enredada en una red de manipulación, control tóxico y maltrato que me consumía lentamente.

Las escenas de mi antigua vida se desplegaron ante mis ojos como un película sombría. La imagen de su rostro retorcido por la ira, los gritos que perforaban mis oídos y los golpes que llovían sobre mi cuerpo indefenso. Aquella vez que sentí el frío metal de su cuchillo cortando mi piel fue el punto de quiebre. Esa fue la última vez que permití que sus manos tocaran mi piel, porque esa fue la vez que decidí que él debería pagar por todo el daño que había causado.

Había pasado mucho tiempo desde aquellos días oscuros. A los 21, yo era solo una sombra de la persona que soy a los 28. Había logrado que él fuera a la cárcel, poniendo fin a historia de terror. Pero la liberación de la prisión no siempre significaba libertad completa.

En mi pierna, un tatuaje contaba mi historia de resistencia. Un águila majestuosa con cadenas rotas alrededor de sus patas. Era mi símbolo, mi recordatorio diario de que las cadenas del pasado podían romperse, que la libertad era posible incluso después de las heridas más profundas. Cuando cerraba los ojos, podía sentir el picor de la aguja de tinta y recordar la sensación del cuchillo hundiéndose en mi carne. Aquel tatuaje no solo era un adorno, era mi declaración de independencia grabada en la piel.

El tatuaje en mi pierna, visible bajo el delantal de la pastelería, a menudo atraía miradas curiosas de los clientes. El águila con cadenas rotas simbolizaba mi metamorfosis. Una vez encadenada, ahora libre. Una vez vulnerable, ahora fuerte. Una vez herida, ahora sanada. Era una declaración silenciosa de mi resiliencia ante la adversidad.

Después de escapar de aquel infierno, me incliné hacia el lado más dulce de la vida: la repostería. Aunque mi último trabajo no pagaba lo que merecía, lo mantuve por un propósito claro. Era el puente entre el pasado y el futuro que estaba construyendo. Cada pastel, cada galleta, era una inversión en mi libertad. Con cada venta, me acercaba un paso más a la independencia financiera que necesitaba para dejar atrás las sombras de mi antigua vida.

Mi coche, mi negro, un símbolo de mi esfuerzo y determinación, se erguía en el estacionamiento, recordándome las noches en vela, los sacrificios y las lágrimas que habían sido necesarios para adquirirlo. Y ahora, frente a mí, estaba mi propio local de repostería, un pequeño rincón de felicidad y libertad. Abrir las puertas de mi tienda era como abrir las puertas de mi nueva vida, una vida que había construido con mis propias manos y mi propio coraje.

Mi día a día estaba impregnado de harina y azúcar, de la dulzura que la vida podía ofrecer cuando elegías no dejar que las sombras del pasado te consumieran. Horneaba con amor y cuidado, como si cada pastel llevara consigo un pedazo de mi alma restaurada.

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En un rincón acogedor de la tienda, mientras preparábamos pedidos y decorábamos pasteles, las risas se mezclaban con el aroma a vainilla. La camaradería reinaba entre nosotros, y cada uno desempeñaba su papel con dedicación y pasión. No éramos solo colegas; éramos cómplices en la creación de momentos dulces que alegraban los días de quienes nos visitaban.

Dulce Strike (PAUSADO)Where stories live. Discover now