08: La casa en el árbol

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CAPÍTULO 08: LA CASA EN EL ÁRBOL

03 de septiembre, 1984

Merry Hills, Texas

Girar la llave en el pomo de la puerta la noche anterior significó abrir también un grifo dentro de mí misma; permitir el paso del penumbroso pensamiento que caía como agua de alcantarilla desde mi cabeza a los pies, llenándome poco a poco el cuerpo de un líquido con color de corcho ahumado; el otoño de Hipócrates, la bilis negra. Podía sentirlo en las rodillas. Yo diría que aquella sombra; aquel negro otoño me acosó por todo el camino a través de la casa hasta la cama y eventual, inevitable y lúcidamente me puso la mano en el hombro. Para entonces, por la mañana, el grifo había parado de gotear. No porque la idea hubiera cesado. No porque hubiese tenido suficiente (nunca era suficiente); sino porque ya había violado cada órgano, cada arteria y cada músculo en mi cuerpo y yo no era más que un saco de carne y vísceras temblando en la cama mientras toda capa de mi dermis era palpada por el pensamiento —¡y qué tenebroso pensamiento!— de que una genuina oscuridad estaba amenazando con tomar control de mí y convertirme en un completo engendro del mal.

Usé la esquina de la colcha para secarme lágrimas y mocos. Mi nariz plasmó un haz de sangre en el algodón como un latigazo a la carne. «Mierda».

Me llevé la colcha a la nariz una vez más, esta vez ejerciendo presión en la hemorragia. «Qué maldito desastre» era todo lo que pensaba. Recordé de pronto este cuaderno que papá me compró en cuarto grado, cuya portada era esta pintura de un lugar nevado, con un par de casitas en una colina de nieve. Me gustó tanto que le pregunté al profesor de arte si conocía al autor, y me habló de Monet. Desde entonces decidí que eso es lo que quería: una casita en la colina de nieve. Y cuando me sentía miserable, trataba de cerrar los ojos e imaginar que estaba en mi casita en la colina de nieve, y aquello lograba hacerme sentir menos miserable. Pero ese día fue la primera vez que no me funcionó.

Imaginé levantarme y caminar, pero no podía sentir el piso bajo los pies. En mi mente caminé —o floté; no podría distinguirlo— hasta el baño del pasillo, donde cogí un trozo de papel y lo introduje en la fosa sangrante. Quise evitar mirarme al espejo, pero no pude. Por supuesto que no pude. E incluso en el reflejo pintado por mi mente se veía miserable. O al menos, eso pensaba. «Miserable como los cojones». Me pregunté si realmente me veía así, e intenté mover el pie fuera de la colcha, pero me intimidó el frío. Cerré los ojos. Ojalá hubiera algo... algo para aliviar la pesadumbre que acarreaba existir y la agonía del pensar, deseaba; que apagara las sirenas de las patrullas del sobrepensar en mi cerebro; que bajara los interruptores y me dejara la consciencia a oscuras, que la limitara a trivialidades, que me desintegrara las entrañas.

Una calabaza, Beverly. Fue una calabaza. «¡Fue la Gran Calabaza de los Taylor!». Aquella catástrofe saldrá en la gaceta de Merry Hills, tarde o temprano, ¿y con qué cara iba a mirar a esa familia luego de haber hecho trizas su orgullo, en un sentido más allá de lo figurado, muy a pesar de que no había manera de que me quitaran la máscara de inocente? Con el peso de la culpa me era suficiente castigo.

«¿Pero y si...?». Los «¿y si...?» nunca te llevan a nada bueno, Beverly. Estiré los brazos bajo la frazada y me toqué los tobillos. La nariz parecía ya no sangrar. El hemisferio izquierdo me bramaba de un dolor que se me extendía hasta el cuenco del ojo sin misericordia, como una colilla ardiente consumiendo un camino de maizal. Escondí la cabeza al adoptar una posición fetal bajo la colcha y entrelacé los dedos de las manos con los de los pies. Era de esos momentos en que todo me parecía demasiado intenso. ¿Acaso el cerebro me palpitaba? Cristo. Era un hecho: un vínculo renació esa noche entre Mick Marvin y yo. Uno transparente, grácil, de vulnerable elasticidad. Un hilo de miedo, de trasfondo pavoroso; horripilante. No podría haber sido de otra forma.

Uno es multitud #PGP2024Where stories live. Discover now