09: Llámame, Beverly

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CAPÍTULO 09: LLÁMAME, BEVERLY

06 de septiembre, 1984

Merry Hills, Texas

Estábamos leyendo El guardián entre el centeno para la clase de inglés. Eso también me deprimía.

Pensé en los niños, y en la rayuela, e imaginé la rayuela en el borde del centeno, y me imaginé a mí misma como el guardián entre el centeno cuidando a los niños de no llegar al final de la rayuela y, por ende, caer por el abismo. Luego fue mi turno de hablar, y lo que dije fue:

—Disculpe, ¿cuál era la pregunta?

A lo que la señorita Simmons, la profesora de inglés, repitió:

—¿Consideras que Holden Caulfield es un narrador confiable, Beverly?

Entonces yo dije:

—Francamente, no tengo idea. Creo que es un chico con intereses contrariados, y que es egocéntrico como la mierda, y...

—¡Lenguaje!

—Vale —añadí—. Lo siento. Decía que es egocéntrico, y pasa de adorar a odiar algo de una oración a la otra. Eso no puede ser normal, es a lo que me refiero: al final del día, sus hermanos parecen ser las únicas personas a quienes no aborrece, además de esta chica, Jane, que nunca aparece en el libro. Digo, como realmente aparecer. Sólo es como si fuera la única mujer a la que estima más allá de su hermanita, de cierto modo. Es decir, ¿eso responde la pregunta, verdad?

—Ciertamente, no lo hace —admitió Simmons, y levantó la mirada hacia el resto de la clase—... ¿Alguien quisiera añadir algo a la contribución de Beverly que responda la pregunta?

Yo levanté la mano.

—Es decir —dije, antes de siquiera habérseme concedido el turno del habla. La verdad es que solía tener muchos problemas entendiendo los turnos del habla. Temía que fuera molesto para los demás—, leer todo el libro desde sus ojos es como ver una serie de escenas absolutamente comunes, pero desde el peor lente posible. Es a lo que me refería. ¿Tiene sentido? ¿Responde la pregunta?

Jesucristo. De pronto comencé a aferrarme a aquella actividad como si la calificación final dependiera de ello. Por eso sentí mi peso abandonarme el cuerpo cuando la señorita Simmons asintió y continuó la clase partiendo de aquella analogía. Siguió hablando de narradores y sus lentes y el contraste entre la realidad y cómo éstos la interpretaban, pero de repente dejó de interesarme. En parte porque ya había leído el libro unas quinientas veces, y en parte porque comencé a preocuparme mucho de qué tan confiable quería que fuera Vincent Bailey-Reed como narrador.

Cuando el timbre sonó, sin embargo, fui yo quien más se demoró en recoger sus cosas, esta vez porque nadie me esperaba para ir a almorzar. Había comenzado a acostumbrarme a eso, lo cual no significaba algo necesariamente positivo o negativo, pero era algo. Sí que era algo, aunque no tan relevante como el juego del gato y el ratón al que me había sometido tácitamente con Mick Marvin encontrando maneras discretas de huir de él, pero fingiendo no notar su persistente presencia, porque, de algún modo, el bastardo siempre estaba allí.

No obstante, pasó algo ese día. Mientras guardaba mis cosas para salir del salón, me refiero. Frances se acercó a mí, y dejó un Kit-Kat sobre mi mesa. Si te soy franca, casi no la noto, porque sucedió muy rápido. De un momento a otro había levantado la vista para encontrarme con el chocolate frente a mí, y cuando la busqué con la mirada ya estaba saliendo del salón. La reconocí por su mochila, pero también por su cabello rubio chamuscado por tanto peróxido. Y eso me molestó tanto por un momento... No su cabello chamuscado, sino el Kit-Kat. Era exactamente lo que Benedict predijo. Y no supe qué me molestaba más: si el hecho de que él estuvo en lo cierto, o la predictibilidad de ella para hacer las paces. ¿Por qué no se detuvo a hablarme, de cualquier modo? Cristo. Te juro que aquello me molestó tanto, tanto...

Uno es multitud #PGP2024Where stories live. Discover now