Capítulo 4: Alborada

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-¿Recibiste el dinero?
-Sí. Menos de lo que esperaba; pero, en fin, sirvió para cubrir los intereses y la parte de tu deuda que correspondía a mi socio. Lo mío queda totalmente al descubierto; pero, en fin, ya pagarás cuando logres efectuar esa venta de reses...
-¿Totalmente al descubierto? Sin embargo, el mes pasado te envié...
-Lo que me enviaste se lo comió el pleito... Tu mal pleito...
Antonio Aguilar y Fermín Requena están en aquel ancho portal embaldosado, bajo los arcos coloniales que rodean el florido patio central de la mansión campestre del primero.
Ha terminado el almuerzo y saborean juntos café, coñac, tabacos... en la calma tibia de la hora de la siesta. Con gesto amargo, Aguilar comenta:
-Comprendo que no es culpa tuya, Fermín, pero fue una locura emprenderlo...
-Comprenderás que ya no es posible volver atrás. Ya pagarás. Hablemos de otra cosa... Aun no he visto a María Manuela...
Hábilmente ha eludido el tema espinoso... Aguilar se disculpa.
-Dispénsala. Creí haberte dicho que salió muy temprano para llegar hasta la ermita del Rosario... y hasta la tarde no estará de regreso. Ya sabes que es muy devota de nuestro Señor de las Espinas, y llega hasta allí los primeros viernes de cada mes...
-¿Amainó la tormenta? ¿Lograste amansarla?
-Sí, Fermín, totalmente... se aclararon ciertas dudas tan desagradables para mí como para ella... Todo está en orden ya, según creo... Este pequeño viaje al Rosario acabará de tranquilizar a Manuela, y creo que estando tú en tu finca, lo bastante cerca para vernos constantemente durante varios meses, las cosas serán más fáciles...
-Ahora traerán a Silvia...
-Confío que entre ella y Ernesto harán que Cristina se aclimate pronto... Por fortuna, mi hijo ha simpatizado inmediatamente con ella... Al pronto temí que la influencia de la madre lo hiciera proceder con esa crueldad inconsciente de los niños, y aunque estaba dispuesto a reprimir el asunto severamente...
-La amistad no se impone, Antonio...
-Ya lo sé... por eso doy gracias a Dios de que haya sido espontánea la simpatía de mi hijo por esa criatura cuya felicidad estoy dispuesto a defender de cualquier manera...
-Ahora es fácil, pero más adelante... no teniendo fortuna...
-Me ocuparé de educarla para que pueda bastarse a sí misma...
-Eso es muy difícil para una mujer... Claro que si es tan bella como promete ser...
Ha sacudido la ceniza de su cigarro poniéndose de pie y, seguido de Antonio Aguilar, cruza el espacio abierto para asomarse al exterior y mirar a los dos muchachos que juegan...
De la rama más fuerte de un frondoso tamarindo cuelga un columpio de cuerda y en él se balancea Cristina, impulsada por los fuertes brazos de Ernesto... Fermín sonríe, mirando a su cuñado...
-Tu hijo parece muy precoz en la galantería con las muchachas...
-Ya tiene edad para entender sus deberes de hombre y de caballero...
-¿Sabes que la hija de Isabel Clara se parece extraordinariamente a ella...?
-Sí... Muchísimo...
-Los mismos ojos, los mismos cabellos... Pero aquí está ya mi Silvia. Me temo que se sentirá un poco celosa de la preferencia de Ernesto... Ya sabes que adora a su primo...
-¿Qué tiene eso que ver?
-Mi hija es mujer desde niña... pero voy a recibirla y a hacer las presentaciones de rigor... ¿No vienes?
-Sí. Permíteme hablarle a Silvita primero. Quiero pedirle que sea amable con mi Cristina.
-Mira, nana... Ernesto meciendo a otra niña en mi columpio...
Silvia Requena ha saltado del coche sin que la anciana institutriz acierte a detenerla... Trigueña, de ojos negros, viva, graciosa, tan lujosamente vestida como para una fiesta en la ciudad, la pequeña mira con gesto airado a la pálida muchachita rubia vestida de negro, en la que adivina y presiente una rival... Es más delgada, más nerviosa y menos alta que Cristina, no obstante su desenvoltura de criatura feliz, hecha al logro de todos los caprichos y de la consecución de todos los deseos... La institutriz trata en vano de sujetarla.
-¡Espérate un momento, Silvia...!
-¡No me espero! Ese columpio lo mandó poner para mí tía Manuela... nadie tiene derecho a mecerse en él...
-Mira, aquí vienen tu papá y don Antonio...
-¡Pues al tío Antonio le voy a decir que ese columpio es mío!
Ha corrido hacia los hombres que llegan, y en tono de queja...
-Mira, papá... Esa niña está en mi columpio... el que mandó poner para mí tía Manuela... ¡En mi columpio...!
Fermín sonríe. Antonio toma la mano a Silvia, alejándose con ella unos pasos.
-¿Puedo hablarte un momento, hijita? ¿Vas a escucharme?
-Pero tío, esa niña rubia...
-Es mi ahijada Cristina... ¿comprendes? Como si fuera mi hija y hermana de Ernesto. No es más que un año mayor que tú, y espero que seas tan buena amiga suya como eres de tu primo...
-¡Pero tío, es que ella...!
La voz de Fermín Requena sonó casi severa, acercándose:
-¡Silvia!... ¿todavía no comprendes? Tu tío Antonio quiere mucho a esa niña, desea que te lleves bien con ella. Vas a hacerme el favor de comportarte como él lo desea...
Silvia Requena movió con gesto rebelde la cabecita coronada de rizos negros... mientras Ernesto y Cristina se acercaban ya al grupo, ella tímida, él esforzándose en cumplir, como un pequeño caballero, las reglas de la cortesía...
-¿Cómo estás, Silvia...?
-Yo bien.
-Esta es Cristina...
Infantilmente despectiva, Silvia la miró de arriba abajo...
-Ya lo sé... ¿Pero por qué se peina con trenzas como una india? ¿Y por qué tiene ese vestido tan feo?
Impetuosamente responde Ernesto:
-¡No importa que su vestido sea feo! ¡Ella es más bonita que tú!
-Ernesto... ¿qué es eso?
-¿Por qué tiene que decirle a Cristina...?
-¡Basta!
Conciliador, intervino el cuñado.
-No hay que tomar las cosas tan a pecho. Silvia todavía no sabe, gracias a Dios, lo que es un traje de luto. Cuando murió su mamá era tan pequeña que no tuvo que llevarlo... Cristina viste de negro porque ha tenido una desgracia, hijita, y no es menos bonita por peinarse con trenzas... Es muy linda... tu primo ha dicho la verdad, aunque no ha sido muy galante contigo...
-Lo siento, tío Fermín, yo...
-Discúlpate con Silvia... Ya sabes cómo te quiere... y vayan a jugar los tres olvidando el incidente...
-Pero...
-Deja a los niños, Antonio... ellos solos se entienden mejor... Vamos adentro...
Y tomando del brazo a su cuñado lo hizo entrar, mientras Silvia miraba a Ernesto con gesto de reina ofendida.
-¿No vas a pedirme disculpas?
-Ya dije que lo sentía...
-A papá, no a mi... Pero está bien, voy a perdonarte siempre que no vuelvas a ponerla en mi columpio. Es mío solamente... me lo regaló tía Manuela, ¿oíste, Cristina? ¡No quiero que te sientes en él! ¡Es para mí sola, nada más!
Ha tomado asiento en el columpio con aire de princesa, mientras Ernesto toma bruscamente del brazo a Cristina y se aleja con ella, indiferente primero a los gritos, luego al franco llanto de Silvia...
-¡Ernesto... ven a mecerme... Ernesto...!
Un coche se ha detenido frente a la casa y de él baja María Manuela, que corre al oír llorar a su sobrina, preguntándole, alarmada:
-¿Qué pasa, Silvita? ¿Qué te pasa...?
-Tía Manuela... Ernesto no quiere mecerme... ¡Es muy malo conmigo!
-¿Qué...?
-Ni él ni Cristina quieren jugar conmigo... me dejan sola. No quiere mecer más que a Cristina en el columpio, no quiere más que jugar con ella...
-¡Es el colmo!
A gritos llama María Manuela a su hijo. El muchacho llega disculpándose... Atropelladamente habla antes que su madre pregunte:
-¡Silvia no quiere prestarle el columpio a Cristina... se puso furiosa porque encontró a Cristina en él... y Cristina...
-¡Basta! Complace a tu prima y atiéndela.
-¡Pero mamá...!
-¡Haz lo que te he mandado... Tú ven conmigo, niña.
-Señora... yo...
-¡Ven conmigo! En esta casa, cuando yo mando algo, se obedece sin replicar... entiéndelo de una vez para siempre. ¡Ven!
-Cristina no tiene la culpa de nada, mamá... -protestó Ernesto.
-Atiende a Silvia... atiende a tu prima como siempre lo has hecho y no te preocupes tanto de Cristina.

CristinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora