Capítulo 10: La Novia

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—¡Ay, señor...!
—¿Qué pasa, pequeña?
—¡Ay, doña Carmen!... cosas que usted no entiende...
—¿Por qué no he de entenderlas?
—Porque ya pasaron sus tiempos y porque en ellos, según parece, eran distintos los hombres y las mujeres.
—Los hombres y las mujeres siempre fueron iguales, hijita... Anda, ven, vamos a probarte este vestido a ver cómo te sienta...
—¡Horrible! ¿De qué otro modo puede sentarme ese trapo negro?
Silvia Requena ha arrugado la diminuta naricilla picaresca, con gesto de rabioso enojo, frente al traje de luto que doña Carmen acaba de extender sobre el lecho...
—Me hará usted el favor de recortarle las mangas y rebajarle el cuello.
—En luto riguroso no es correcto, Silvia. Y estamos en Medellín no en París ni en Viena.
—Es horroroso tener que envolverme en ese cuero...
—Piensa que se trata de tu bondadoso tío Antonio...
—Me ahogaré, me veré horrible y él no va a resucitar por eso...
—¿Quieres que te critiquen; que se ofendan doña María Manuela y Ernesto?
—¡Oh! ¡no, eso no! Yo no quiero disgustar a Ernesto, aunque no me tiene nada contenta...
—¿Ah no?
—Apenas me ha hecho caso...
—Llegó en un momento tan triste...
—Lo comprendo, pero bien se ha ocupado de Cristina...
—Es natural, hacía tanto tiempo que no la veía...
—No es natural, puesto que papá me ha dado siempre a entender que Ernesto y yo somos, como quien dice, prometidos, y tía Manuela está encantada con ello. Y no es que yo tenga celos de Cristina, pues no los puedo tener porque ella no es partido para Ernesto; pero, vamos... hay cosas que molestan. A mí me dijo que deseaba estar solo y se fue al segundo patio a hablar con ella...
—Bueno, ¿te pones o no te pones el traje negro?
—Tráigalo usted, no me quedará más remedio... Pero por unos días, ¿eh? ¡Por unos días solamente!
—Me temo que tendrán que ser más de unos días...
—No puedo soportar los trajes de luto, ni las gentes tristes, ni las casas donde hay muertos... ni este olor a vela que ha quedado por todas partes... ni el tener que estar encerrada...
—Silvia, hijita...
—No puedo... ¡yo no puedo! Creo que lo mejor que podemos hacer es irnos todos a la finca...
—Sí, no es mala idea. En el campo los lutos son menos severos.
—Se lo diré a papá esta misma noche. Si tengo que seguir encerrada, oyendo hablar nada más que de enfermedades y de muertes, creo que me moriré yo también.

La velada fúnebre ha terminado. El coche del último invitado rueda ya alejándose por la ancha calle bañada por la luna, y en el ancho corredor, bajo los arcos del primer patio, han quedado solos María Manuela, Fermín y Ernesto, que al fin responde a la tercera llamada de su madre.
—Perdóname, mamá... ¿me hablabas...?
—Estás muy distraído...
—Perdóname también por eso.
—Si buscas a Silvia creo que está en el salón.
—Y Cristina, ¿dónde está?
—¡Cristina...!
Fermín Requena tercia suave y diplomáticamente:
—Debe haberse retirado a descansar. Para ella esto ha sido un gran dolor, sin contar con que debe estar rendida; Se ha ocupado de todo...
—No creo que se haya acostado sin dar las buenas noches... Con permiso de ustedes voy a buscarla.
Viendo alejarse a su hijo, un resplandor de ira arde en los ojos de María Manuela.
—¿Has visto, Fermín?
—Sí, Manuela, he visto. Tu hijo se interesa extraordinariamente por su hermana...
—¿Hermana? ¿Hermana de mi hijo esa...?
—Hermana adoptiva. ¿No fue eso lo que siempre deseó Antonio? ¿No quiso recibir a Cristina como a hija propia en esta casa?
—¿Qué quieres decirme, Fermín?
—Simplemente, que llevas un mal sistema, Manuela...
—¿Cómo?
—Cada vez que humillas a Cristina, delante de Ernesto, le pones más de su parte.
—¿Qué?
—Le haces sentir más perentoria su obligación de defenderla cumpliendo la voluntad de su padre. La odias y no te molestas en disimularlo. Sin embargo, Cristina no merece...
Impetuosamente, estalla María Manuela:
—¡Qué me importa lo que merezca! Mi odio es para el pasado que ella representa, para el recuerdo de la mujer abominable que me robó para siempre el corazón de mi esposo: Isabel Clara... Por ella no hubo en mi hogar una hora de felicidad, y ni aun después de muerta me libré de ella.
—Cálmate, Manuela...
—Tuvo que llamarlo a él para entregarle a su hija, y tuvo él que imponerme a todas horas su presencia y que seguir adorándola en la criatura que llevaba su sangre, y que morir mirándola a ella como si mirase a Isabel Clara...
—Nada de eso tiene ya remedio... y de nada de eso es culpable Cristina.
—¿La defiendes?
—Te aconsejo por tu propio bien... no la conviertas en víctima a los ojos de tu hijo, muéstrate indulgente, accede a cuanto él te pida para ella y déjame actuar a mí.
—¿Qué vas a hacer?
—Creo ser un poco más hábil que tú, y deseo lo mismo: ver casados y felices a Silvia y Ernesto. Acaso ser yo feliz también...
—No puedo pensar que en serio pretendas...
—¿Casarme con Cristina? ¿Por qué no? ¿Me encuentras muy viejo?
—Sería demasiada suerte para esa maldita, y sería el colmo que también tú siguieras imponiéndomela.
Don Fermín sonríe finamente burlón.
—No te preocupes, si todo sale bien te prometo llevármela al extranjero. ¿Te imaginas lo que será su belleza con el realce que mi fortuna puede darle?
—No digas tonterías... parece que te complacieras en burlarte de mí tú también...
—Soy tu aliado, Manuela, y, para demostrártelo, ahora mismo voy a seguir los pasos de tu hijo y a impedir el posible comienzo de un idilio...
Sigilosamente, don Fermín se detuvo en la puerta del segundo patio para mirar a través de las ramas de los limoneros las dos figuras juveniles al pie de la ventana del cuarto de Cristina. La luna los bañaba por completo y los reflejos dorados de la pequeña lámpara destacaban los perfiles: gallardo el de él, exquisito el de ella. La voz suave y susurrante de la muchacha llegó a sus oídos:
—¿Por qué te acercas a estas horas a mí? Ernesto mío, es una imprudencia, pueden pensar...
—¡Qué importa lo que piensen! No creas que callaré por mucho tiempo. ¿Qué razón hay para esconder nuestro cariño como un crimen? Déjame gritarlo a la luz del sol...
—No, Ernesto, todavía no. Sé que serán días terribles y tengo miedo... es como si presintiera un gran peligro...
—Aunque así fuera, ¿piensas que no sé defenderte?
—Tengo miedo de que no luchen de frente... tengo miedo de algo sutil como un veneno...
—No va a pasar nada, Cristina, son fantasmas del miedo.
—Tu madre me odia, Ernesto...
—No, Cristina, eso no puede ser. Mi madre es incapaz de odiar a nadie, y a ti mucho menos. Tal vez la vida la ha hecho áspera, amarga, severa... hasta injusta algunas veces, pero sé que no es capaz de odiar...
—¡Ernesto... mi Ernesto! Tú no sabes nada... tú estás ciego...
—Puedo imaginarme cómo son ciertas cosas. Veo ese cuarto, por ejemplo, que es indigno de ti. Te veo abrumada por el exceso de obligaciones que no te conciernen...
—Eso es lo de menos, Ernesto, no lo digo por eso...
—Me doy cuenta de lo que habrás sufrido... sé cómo es mi madre a veces: dura, dominante, pero antes lo dijiste: es mi madre, Cristina, y te pido perdón por ella.
—No me importa lo que he sufrido, no me importa lo que pueda hacerme a mí, por mí misma, es que tengo el espanto de que destruirá nuestro amor...
—Nuestro amor no puede destruirlo nadie, Cristina. Nuestro amor es mi vida misma, no hizo sino crecer en seis años de ausencia. Nada ni nadie podrá arrancarlo... Eres mía para siempre, como totalmente son tuyos mi corazón, mi voluntad, mi alma...
—Quisiera creerlo; pero es que tú no sabes...
—Nada es más fuerte que nuestro amor, Cristina.
—Es que todos están aquí contra él, todos...
—Nada importan los otros. Es cosa tuya y mía solamente.
—Entonces, huyamos. Llévame contigo. Yo iré a donde quiera que tú me lleves.
—No puedo llevarte de aquí en la forma en que pretendes. Al hacerlo ofendería por igual la memoria de mi padre, la casa de mi madre y tu honor, mi Cristina.
—Demasiado lo sé, Ernesto; pero es peor perderte...
—No me perderás. Confía en mí. Le hablaré en seguida a mi madre...
—No le hables en seguida... te lo ruego.
—Aguardaré dos o tres días... No es necesario más. Después le pediré tu mano para mí, puesto que ella misma es quien ha de otorgármela.
—Jamás accederá, Ernesto, estoy segura de que jamás accederá.
—Tendrá que acceder.
—Yo sé que no. Negará rotundamente ese permiso, y no perdonará medio para separamos. ¡Quién sabe lo que pueda decirte de mí...!
—¿La crees capaz de calumniarte?
—Sí, Ernesto... perdóname, pero sí... sí...
—Estás ofuscada, pero, de cualquier modo, es igual. Aun cuando ocurriese ese absurdo en el que no puedo creer, aun cuando mi propia madre y el mundo entero me dijeran de ti lo que fuera, sería completamente inútil... Mi amor, Cristina, no lo cambiará nada ni nadie...
—¡Ernesto...!
—Y ahora, por Dios, cálmate... estás nerviosa, fuera de ti. Me doy cuenta de lo que has sufrido al ver morir a mi padre. Es bastante para sentirte en ese estado de angustia. También mi pobre madre debe haber estado fuera de sí... Ahora las cosas cambiarán... Vete a descansar, alma mía... vida mía, y confía en mí, confía en mí, que para ti solamente vivo...
Ha ido a besarla con ardor en los labios, pero se contiene con digno gesto caballeroso y se inclina para cubrir de besos ardientes las finas manos blancas.
—Reina mía... Te adoro y serás feliz. Tendrás toda la inmensa dicha que para ti he soñado... ¡Hasta mañana!
—¡Hasta mañana!
—Todavía estás muy triste...
—Sí, mi Ernesto, no puedo remediarlo.
—Yo también estoy triste, pero en el dolor se acercan más las almas, ¿verdad?
—Sí...
—Te adoro... te adoro... Nada ni nadie me separará de tu lado. Hasta mañana.
Se ha separado blandamente de ella, ha cruzado el patio y, de repente, se detiene sorprendido:
—¡Tío Fermín!... ¿Pero está usted ahí?
—Llegaba justamente para llamarte. Tu madre está inquieta, necesita de tu compañía y de tus cuidados... y este es el momento en que se los niegas...
—¿A qué viene eso, tío Fermín?
—A nada... o acaso a que deseo que comprendas que tu madre ha sufrido demasiado, que sería inhumano proporcionarle nuevos disgustos...
—¿Y quién ha pensado en proporcionárselos?
—Me imagino que tú, y perdóname la franqueza...
Fermín Requena ha mirado, a través de las ramas de los limoneros, hacia la puerta del cuarto de Cristina. Luego su mirada de águila, inquisitiva y dura, ha vuelto a los ojos de Ernesto que la sostiene con fría dignidad, respondiéndole:
—No entiendo lo que trata de decirme, tío Fermín.
Fermín Requena cambia el tono y el gesto.
—Estamos en confianza, muchacho. No vale la pena de que protestes y te defiendas... Sé lo que son los veinte años y lo que la belleza de una mujer puede trastornarnos...
—Si se refiere usted a Cristina, le diré que la quiero con toda mi alma, y desde siempre...
—¡Ah...!
—Que no sueño sino en hacerla mi esposa... muy pronto...
—¿Qué...? ¿Cómo? ¿Estás loco?
—Se trata de una determinación irrevocable, que participaré a mi madre en el momento oportuno...
—Le darás el mayor disgusto de su vida.
—Lo siento con toda mi alma, tío... pero en mi corazón considero ya a Cristina como a mi prometida. Pésele a quien le pese, me casaré con ella y... Con su permiso voy a ver a mi madre.
Se ha ido dejando a su tío ciego de rabia. Fermín Requena alza la mano para palpar en su bolsillo la carta de Antonio Aguilar, aquel depósito sagrado indebidamente retenido por su egoísmo... Luego su mirada va otra vez a la cerrada puerta del cuarto de Cristina, y se muerde los labios que el deseo ha encendido con su brasa...
—¿Cristina su prometida? ¡Ya veremos quién vence a quién!

CristinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora