Capítulo I: La Fuga del Aburrimiento

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El sonido monótono del reloj resonaba en el aula, marcando el tedio que se apoderaba del ambiente. Las paredes blancas parecían encerrar cualquier atisbo de emoción, mientras los asientos desalineados creaban una atmósfera caótica. Los días de exámenes preliminares solo intensificaban la sensación de aburrimiento que siempre flotaba en el aire.

Mis dedos jugueteaban con el lápiz, trazando un ojo en el borde del cuaderno en un intento desesperado por romper la monotonía. Pero ni siquiera el dibujo lograba mantener mi atención. Harta de la rutina, decidí escapar de aquel encierro silencioso. Me levanté con cautela, tratando de pasar desapercibida entre los estudiantes sumidos en sus libros.

Sin embargo, una voz ronca cortó mi intento de fuga.

—Lena, ¿a dónde crees que vas? —Marín, la mini dictadora del aula, me detuvo en seco con su mirada penetrante. Con su uniforme impecable y su postura altiva, parecía más una figura autoritaria que una compañera de clase.

—Al baño —respondí con sarcasmo—. ¿Acaso necesito tu permiso?

Marín apenas apartó la vista de sus apuntes, su expresión imperturbable.

—Haz lo que quieras.

Empujé la puerta blanca con frustración, dejando atrás el aburrimiento sofocante del salón. El pasillo se extendía frente a mí, desolado y silencioso. La mayoría de los estudiantes preferían refugiarse en la biblioteca o en sus propios salones, huyendo de la enseñanza monótona de los profesores. Yo no era diferente.

Opté por rodear la cancha de baloncesto, dirigiéndome hacia el campo de fútbol. La lluvia de la mañana había convertido el terreno en un lodazal, pero eso no me detuvo. Mis zapatos negros se hundían en la tierra húmeda, dejando tras de sí una estela de barro y hierba.

Libre de las restricciones del uniforme escolar, me despojé de la camisa celeste y la falda marrón, dejándolas tiradas en el suelo como un recordatorio de mi rebelión constante. Mis ojos marrones brillaban con la emoción de la libertad mientras corría por el campo, ignorando las reglas que intentaban limitarme.

Mi destino era una casa abandonada al borde del pueblo, oculta entre árboles retorcidos y enredaderas intrincadas. Sus paredes de madera crujían con el peso del abandono, mientras las ventanas rotas revelaban un interior oscuro y misterioso. Aquel lugar había sido testigo de tiempos mejores, pero ahora solo servía como refugio para los inadaptados como nosotros.

Mis amigos, Berto y Elio, me esperaban con latas de cerveza en mano, desafiando las normas tanto como yo lo hacía. Berto, con su cabello desteñido y su uniforme desaliñado, sonrió al verme llegar.

—¿Dónde te habías metido, Lena? —preguntó con una risa burlona.

—Aquí estoy, causando problemas como siempre —respondí, cogiendo una lata de cerveza del suelo cubierto de hojas secas.

Berto, uno de mis más cercanos amigos, tenía diecisiete años, aunque faltaba poco para su cumpleaños número dieciocho. Su rostro tenía una forma cuadrada con una frente amplia y limpia, una mandíbula ligeramente definida y una tez pálida que se volvía rojiza por el frío. Su cabello rubio, grueso y liso, caía en mechones hasta la mitad de su espalda, y sus ojos almendrados brillaban con malicia cuando sonreía. Alto y delgado, parecía llevar sobre sus hombros el peso del mundo.

Nos conocimos en la secundaria, cuando me perdí en los pasillos y él, un chico desaliñado con la camisa por fuera, me gastó una broma cruel. Elio, el chico de cabello oscuro y mechones rojos, colocó un cigarrillo entre sus labios mientras preguntaba con curiosidad cómo había logrado escapar.

—¿Cómo pudiste escapar? —inquirió Elio con un tono divertido.

—Mentí usando el viejo truco del permiso para ir al baño que me enseñaste —respondí, lanzándole una mirada cómplice a Berto—. Y así, pude liberarme de la cárcel. Tomé el camino por la cancha de fútbol, me ensucié los zapatos, pero valió la pena.

—Tú aprendiste rápido —observó Berto con una sonrisa irónica—. Bueno, al menos te ilustré.

Elio continuó con su curiosidad.

—Por cierto, Lena, ¿por qué no trajiste a tus amigas?

Refunfuñé. Ellos sabían que no tenía amigas en la escuela. La mayoría de las chicas no congeniaban conmigo. Éramos como el agua y el aceite. Había intentado en primer año, pero siempre terminábamos peleadas por algún comentario insignificante.

—Jaja, sí, ninguna quiso venir —respondí sarcásticamente.

—¿Y Rosetta? —preguntó Elio descaradamente.

"Rosetta", mi única amiga de verdad. Desde pequeñas, jugábamos juntas en la casa de los Santoro, una de las familias más adineradas del pueblo. Aloppoca, mi hogar, era un pequeño lugar rodeado de bosques y lagos, donde la mayoría se dedicaba a la carpintería y la pesca. Los Santoro, con su vasta riqueza, se habían convertido en una de las familias más influyentes.

Mi madre había sido sirvienta en la mansión de los Santoro, y yo había pasado gran parte de mi infancia junto a Rosetta. Sin embargo, cuando cumplió doce años, sus padres decidieron enviarla a un internado para "darle oportunidades". Desde entonces, nos habíamos distanciado. Rosetta se había convertido en una niña mimada, mientras que yo me había sumergido en mi rebeldía.

—Ella ya no es mi amiga —respondí con frialdad—. Y hace mucho que no piso esa mansión de millonarios.

Berto dejó caer su lata de cerveza con un ruido sordo, aplastándola con el pie.

—Recuerdas cómo nos conocimos —intervino de repente, su tono de voz más serio—. Eras una dulce e inocente Lena. ¿Cuándo te volviste tan... monstruo?

—Fue cuando aprendí que la vida real es dura y que si no quieres ser uno más del montón, tienes que endurecerte —argumenté, dando un sorbo a mi cerveza.

Un crujido en el bosque nos alertó, y una figura imponente emergió entre los árboles. La profesora Constanza, con su aspecto severo y su eterna decepción en los ojos, nos encontró en nuestro escondite.

—Así que este es el lugar donde desperdician su tiempo —gruñó, su voz llena de desaprobación.

Con un gesto de su mano, nos indicó que la siguiéramos. Conocíamos el ritual: seríamos llevados como criminales a prefectura, donde nos esperarían sermones y castigos. Pero esta vez, algo era diferente.

La profesora Constanza nos condujo en silencio, sin regaños ni reproches. La sala de prefectura nos recibió con sus paredes grises y su olor a humedad. Nos sentamos en silencio, intercambiando miradas de incertidumbre.

Quince minutos después, Marín entró en la sala, seguida por un chico llamado Tomás.

—Lena —me llamó con voz grave—, te están esperando.

Me puse de pie y recogí mis cosas, mientras Tomás me conducía fuera de la sala hacia un destino desconocido. Al abrir la puerta, me encontré con una sorpresa inesperada: en lugar de mi madre, era la señora Santoro quien me aguardaba. Su presencia imponente y su vestimenta elegante me llenaron de intriga y aprensión.

El círculo de las rosas carmesíesWhere stories live. Discover now