Capítulo 3: Presentaciones

28 6 39
                                    

La habitación que le asignaron en la mansión era sencilla, pero del tamaño de toda su casa familiar. En esa habitación sus tres hermanos no habrían dormido amontonados con ella, incluso podrían correr y jugar. Tenía una cama sencilla sin dosel, pero bonita y limpia, un pequeño ropero que sobraba para poner sus pocas pertenencias incluida la maleta. Pero lo que más fascinó a Élodie, fue el aparador con un ¡espejo! Nunca en su vida había tenido un espejo tan grande para ella sola, casi podía verse completa si se alejaba lo suficiente, y todo el torso si se sentaba en el taburete. Lo malo es que se desmoralizó al ver su aspecto sucio y andrajoso, que desentonaba con el resto de la habitación. La vergüenza la inundó, comprendió por qué la señora Colette estaba tan renuente a contratarla, parecía una mujerzuela de las que se ofrecían afuera de los bares en New Orleans; solo que más muerta de hambre.

Comenzó a desempacar y acomodar la otra única muda de ropa decente que tenía. Tendría que tener especial cuidado de lavar bien la blusa que le obsequiara Sor Ivette, era lo mejor de todo su guardarropa. La muchacha hizo planes mentales para cambiarse de ropa cada tres días, y durante ese tiempo lavaría y secaría la que estuviera sucia. Tenía un solo par de zapatos, y por supuesto ningún par de zoquetes extras. Eso sería un problema a largo plazo, pero confiaba que, con su primer salario —que para ella era una fortuna— podría adquirir un poco de ropa interior, aunque sea una muda; el resto iría para sus padres y hermanos.

Estaba en esos menesteres mentales cuando alguien golpeó a su puerta. Élodie se apresuró a guardar la maleta en el ropero, se acomodó rápidamente mirándose al espejo, se limpió con saliva y dedos los surcos de lágrimas. Se enderezó y con las manos entrelazadas adelante, se preparó.

—Adelante —invitó con una voz suave y servicial.

La puerta se entreabrió y la cabeza de una mujer mulata con sonrisa radiante se asomó por ella.

—¿Madame Élodie? —preguntó.

—Señorita, por favor, soy señorita —corrigió.

Madmoiselle será entonces.

La mujer terminó de entrar, estaba un poco gorda, pero lo justo. La cofia blanca sobre la cabeza parecía como un copo de algodón, por lo demás estaba vestida como una criada de buena familia. Se paró delante de ella con los brazos en jarras y sonriendo sin parar, la observaba de pies a cabeza, pero con simpatía.

—Pero es usté muy linda, madmoiselle —repitió dos o tres veces.

Élodie no sabía qué decir, la tenía abrumada la alegría de la mujer.

—¿Y usted quién es?

—Yo soy Jamila, la mejor cocinera de los alrededores, pero nadie se lo va a decir. Porque son todas envidiosas de mi fabuloso gumbo.

—Encantada, señora Jamila, soy Élodie, pero claro, ya lo sabía.

Le extendió la mano con amabilidad, y la cocinera se la tomó entre las propias que parecían enormes al lado de las de la muchacha. Se las acarició frenéticamente.

—Ah, no soy ninguna señora —dijo, desestimando el título con un gesto de la mano—. Qué manos más bonitas..., muy flaquitas. Pero ya me voy a ocupar de cambiar eso.

La mujer se rio con ganas y contagió a Élodie de su humor que parecía inquebrantable.

—¿A qué venía yo? —se detuvo un momento Jamila, pensando— ¡Ah, sí! Me ordenó la señora que le prepare el baño y la ayude a desempacar —la cocinera miró hacia las magras pertenencias de la muchacha, y ocultó un gesto de incomodidad, hasta ella estaba mejor vestida que Élodie—. Ah, pero veo que ya acomodó todo. Qué bien, qué bien. Joshua ya está terminando de llenar la tina con agua caliente, le vendré a avisar cuando todo esté listo.

El destino de Élodie #ONC2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora