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Me gusta conducir, es algo que disfruto mucho sobre todo si voy solo. A veces enciendo el estéreo y dejo que Chopin, Bach o Beethoven me transporten a ensoñaciones maravillosas o a recuerdos de tiempos pasados. En otras ocasiones prefiero el silencio. La soledad de la ruta es ideal para dejar volar los pensamientos. Cuando voy solo. Con Imotrid a mi lado resulta imposible. La primera vez que subió a mi auto y sonaron los acordes iniciales, me miró cómo si me hubiera convertido en vampiro.

—¿No te gusta? —pregunté incrédulo. Puedo entender que las nuevas generaciones tienen gustos diferentes, pero no comprenderé jamás que alguien, de la edad que sea, no disfrute de la música clásica.

—Es dormitivo —dijo.

No iba a discutir semejante opinión. Algo decepcionado, lo admito, oprimí la tecla stop. No le pregunté qué tipo de música prefería escuchar para no enredarnos en un debate estéril, pero desde aquel momento, cada vez que nos movilizamos juntos dejo que el silencio nos acompañe. Cuando puede. No es que la chica sea particularmente conversadora, pero se aboca de tal manera al celular —con el que tiene una relación casi simbiótica— que puedo oírla reír, chasquear la lengua, o gritar «¡nooo!» mientras teclea a todo vapor. 

—Acá no figura Riscos como pueblo aparte del distrito —comentó con la vista fija en el teléfono—. No hay estación de policía, ni hospitales, ni escuela... ¿Adónde va la gente cuando necesita algo? —Giró la cabeza hacia mí en espera de respuesta.

—A Almafuerte. —Supuse—. No es tan descabellado. Cuarenta kilómetros no es gran distancia y si, como comentó Alejandra Pardo, el pueblecito no tiene más que ciento cincuenta o doscientos habitantes, puede que se lo considere parte de la ciudad. Por tanto, a quienes debemos informar de nuestra intervención es a la policía de Almafuerte. ¿Puedes llamar a la estación central? Tengo un conocido allí.

—Claro.

—Comunícame con el comisario Santoro.

Comisario ¿eh? —señaló en tono burlón—. ¡Tiene buenas conexiones para ser bibliotecario!

—Ex bibliotecario. Ahora soy investigador privado.

Lanzó una risita y puso el teléfono en su oreja izquierda.

—Buenas tardes. —La escuché decir—. ¿Podría comunicarme con el comisario Santoro? De parte del... investigador Lamadrid. Sí, sí, espero. Gracias.

—Colócalo en el altavoz —susurré. Ella obedeció y sostuvo el aparato a la altura de nuestros rostros.

¡Lamadrid! ¿Cómo está mi investigador favorito?

El vozarrón jocoso de Santoro me obligó a sonreír.

—Muy bien, comisario. Voy camino a Riscos.

Se produjo un silencio corto.

¿A Riscos? —preguntó en un tono algo más opaco—. ¿Y para qué vas allí? Si es por vacaciones hay sitios más...

—No, no —interrumpí—. Es por las muertes de... —Busqué con los ojos el auxilio de Imotrid.

—Elena Giacomo y Fabián Soria —apuntó ella, alto, como para que Santoro escuchase.

¡Ah, sí! —exclamó él—. Los suicidios.

—¿Suicidios? ¿Estás seguro de que lo fueron? ¿Dos en tan poco tiempo?

El comisario volvió a dejar correr algunos segundos, y detalló:

A la mujer, Giacomo, le diagnosticaron cáncer con una expectativa de vida muy limitada, un par de meses o algo así. Y al muchacho, Soria, se le pegó una depresión tremenda cuando murió la familia en un accidente. ¿Alguien te contrató para investigar eso?

RiscosWhere stories live. Discover now