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Para nuestra sorpresa, los Ríos se negaron a recibirnos. Por más que Alejandra intentó convencerlos, no hubo forma. Y no podíamos insistir tanto a una familia en duelo.

Lo curioso fue que lo mismo ocurrió cuando quisimos acercarnos a los allegados de los otros muertos. Nadie quiso hablar con nosotros. 

Resignada, nuestra anfitriona se dejó dominar por la decepción y regresó a su casa acompañada por Susy y su fastidiosa sonrisa.

Ya sin ellas, mi secretaria y yo nos dedicamos a recorrer el pueblo. Nos deteníamos cada tanto para, con cualquier excusa, conversar con los vecinos. Preguntamos, por ejemplo, hacia dónde estaba el mar o cómo podíamos hacer para salir del pueblo. Así nos enteramos, a través de una señora que arreglaba unas miserables plantas amarillentas en el jardín, que la mayoría de los habitantes vivían en un miedo permanente tras haber recibido aquellas espeluznantes notas.

—¿Y por qué no se van? —reclamé. No me entraba en la cabeza que se quedaran allí, esperando que algún loco terminase con sus vidas.

—¿Adónde? —preguntó ella como si fuera una obviedad—. Estamos acá desde que tenemos memoria, levantamos nuestros hogares, forjamos sueños, conocemos a cada uno de los vecinos. Ninguno tiene otro lugar adonde ir.

—¿Cuál es su fecha? —inquirió Imotrid sin preámbulos, haciendo gala de su insolencia.

La mujer, que tendría unos diez o quince años más que Alejandra, abrió, estupefacta, sus ojos oscuros.

—¡Debo ser una de las pocas a las que no le han colocado, aún, fecha de vencimiento! —Dio una palmada suave en el brazo de la chica—. Supongo que es porque saben que moriré pronto.

«Saben». Ahí estaba otra vez la referencia a otras personas. Imotrid, que lo notó también, me miró de rabillo.

—¿Saben? ¿Quiénes? —cuestioné rápido, antes de que la conversación se fuera por las ramas.

Pero la señora se limitó a sonreír. Recogió sus petates, se acomodó en la cabeza el arruinado sombrero que le colgaba en la espalda y caminó hacia la entrada.

—Discúlpenme, es hora de mi siesta. Buenas tardes.

—Una pregunta más —requerí. Ella giró y noté un brillo particular en sus ojos que me molestó—: ¿Cómo es que quienes viven acá no tienen problemas para respirar y nosotros nos ahogamos cada dos palabras, o dos pasos?

Ella amplió la sonrisa.

—Este sitio no es para cualquiera, señor Lamadrid. Usted debería saberlo.

Y cerró la puerta.

Mi secretaria y yo abrimos la boca para decir algo, pero, en una especie de acuerdo tácito, callamos, dimos la vuelta y abandonamos el jardín.

—¿Por qué debería saberlo? —me cuestioné en voz alta mientras subíamos al coche.

—No lo sé —repuso ella a media voz—. Hay muchas cosas raras en este lugar, y su amigo, el comisario, sabe algo, estoy segura.

—¿Por qué lo dices?

—Primero intentó disuadirnos de que no viniéramos, después sugirió que nos marchásemos, ¿no le parece raro?

—El hombre hace su trabajo —justifiqué, algo inseguro—. A la policía no le gusta que intervengan detectives o investigadores privados. Alegan que entorpecemos las investigaciones.

—¡Pero después lo aceptó! «Está bien, pero cuídate y cuida de la niña» —imitó en tono grotesco—. ¡Ahí está! ¡También eso! ¿Lo ve?

—¿Qué cosa?

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