Capítulo 1: El encuentro

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Dagmar cerró los ojos ante el sonido de seis botellas de cerveza estrellándose contra el suelo. Los adolescentes que causaron el desastre (y que con seguridad ya estaban borrachos) se rieron a carcajadas y su compañera de trabajo se dirigió hacia ellos para hacerse cargo de la situación. En la caja Dagmar continuó atendiendo a los clientes que hacían fila, cada uno más impaciente y malhumorado que el anterior. Le reclamaron por no validar cupones vencidos, por cobrar un precio distinto al de la etiqueta del estante, por ser demasiado lenta y miles de cosas más. Se preguntó si existía una explicación científica o social para que justo ese día todo el mundo anduviera de malas ¿De qué se perdió? ¿Acaso hubo una caída en la bolsa de valores? ¿Era el recién inaugurado «día de molestar a Dagmar»?

Una niña se tiró al suelo y se puso a llorar a gritos porque su mamá no quería comprarle unos dulces. Los agudos alaridos le dieron dolor de cabeza, y justo cuando pensó que aquello no podía empeorar la discusión de dos hombres escaló a los golpes. Al abalanzarse uno encima de otro tiraron un pequeño estante con bolsas de frituras, las cuales aplastaron mientras se revolcaban en el suelo. Los clientes que hacían fila soltaron un grito ahogado y retrocedieron, la niña paró de llorar de la impresión y su mamá la levantó de un solo movimiento para alejarla de la pelea.

Dagmar abrió los ojos de par en par y se congeló ¿Alucinaba por sus constantes desvelos y el estrés?

—¡Hijos de puta! ¿¡Se creen que están en su pinche casa o qué!? ¿¡Qué no ven que están incomodando a las muchachas y a los niños!? —gritó uno de los ancianos de la fila, en tanto su esposa lo detenía de hacer una locura. El reclamo envalentonó a dos hombres jóvenes que se unieron para separar a los peleadores.

El resto de los clientes estallaron en gritos de ánimo para unos e insultos para otros. Dagmar observó el espectáculo pálida y con el corazón acelerado. Temía que lastimaran a otras personas, que tiraran más estantes, que se hicieran tanto daño que tuvieran que llamar a una ambulancia (aunque se lo tendrían bien merecido por idiotas). El viejo tenía razón, eran unos desconsiderados de mierda ¿qué les costaba irse a pelear a la calle? ¿Porqué volver su riña personal problema de todo el mundo?

—Mija agárrame la bolsa —le dijo una señora muy gorda y alta tendiéndole un enorme bolso de cuero negro, que Dagmar agarró en automático. Se trataba de la primera de la fila.

La mujer se acercó con paso decidido al grupo y gritó:

—¡A ver cabrones se me separan!

Con maestría agarró el brazo de uno de los alborotadores y jaló. Fue la última ayuda que se necesitó para separar a los dos hombres y sacarlos del minisúper. Los aplausos y gritos de júbilo inundaron el lugar al regreso de los tres héroes, y Dagmar al fin pudo soltar un suspiro de alivio. Le devolvió su bolso a la señora y terminó de cobrarle, mientras el ánimo general se relajaba.

—Muchas gracias, de verdad —dijo Dagmar tratando de sonar lo más sincera posible. Por alguna razón se le daba fatal agradecer sin sonar como un niño al que han obligado a hacerlo.

—¡No pasa nada mija! para eso estamos —contestó ella con una sonrisa llena de orgullo.

Su acento revelaba que no era de Veracruz, igual que ella. El año apenas empezaba y muchos foráneos aprovechaban sus últimos días de vacaciones para pasarse por la playa, quizá era uno de ellos.

Se despidió de la señora y continuó su labor. Ana Pau, su compañera de trabajo, fue la encargada de recoger el estante y la mercancía estropeada. Dagmar esperaba que pudieran llevarse un par de bolsas de frituras gratis, se las comería gustosa, aunque estuvieran hechas añicos.

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—Qué día de mierda loco, hoy pasa algo —murmuró Dagmar mientras se estiraba, una vez acabó su turno. Eran las siete de la noche y afuera estaba oscuro.

Once bocas que alimentarUnde poveștirile trăiesc. Descoperă acum