Chapter I

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I. EL CLUB DE LA LUNA LLENA

El Club de la Luna Llena era un antro. Un antro en una calle lateral no muy transitada y con apenas iluminación. La única señal de que allí había un local nocturno era un cartel de neón con luz blanca en el que ponía «Luna Llena» y una pequeña muchedumbre a los lados de las escaleras.
Hee se quitó el plumas rosa y lo dejó en el coche, dando un portazo antes de ajustarse el vestido sobre el abundante escote. Me miró a la espera de que yo le diera un último repaso de arriba abajo. Parecía un putón en busca de sexo en los baños, así que iba perfecta. Asentí con la cabeza y cruzamos la carretera malamente iluminada por dos tristes farolas antes de descender las escaleras hacia la puerta negra del club. Nadie nos cortó el paso, nadie nos pidió las entradas ni nuestra identificación; simplemente atravesamos un pasillo estrecho con posters de películas de terror antiguas sobre hombres lobo y llegamos a la parte que, suponía, era la pista de baile.
No era realmente una discoteca, ni un local especialmente amplio y limpio; se trataba más bien de una sala con una barra de bar, música muy alta, luces muy bajas y parpadeantes y, lo más perturbador, un fuerte y penetrante olor a sudor. Era tan denso que hasta costaba un poco respirar, junto con la música atronadora y los flashes, casi llegaba a resultar mareante y confuso. Hee alargó una mano de largas uñas y me agarró de la cazadora militar para tirar de mí y no perderme entre la muchedumbre que abarrotaba el lugar. Nos dirigimos a la barra y nos hicimos un hueco.
—¿Dónde cojones están los lobos? —me gritó ella al oído, mirando alrededor y tratando de discernir entre las luces y sombras a alguno de ellos.
—Estarán todos en el baño dando polla —respondí mientras trataba de captar la atención de una de las camareras.
Eran mujeres sonrientes, escotadas y con coletas apretadas. Se movían rápidamente y servían mucho alcohol en las copas; lo que me encantó.
—Dos de vodka con hielo y Coca-cola —le pedí a una cuando se acercó lo suficiente—. Pagas tú —le recordé a Hee, que seguía buscando a los lobos por todas partes.
—Me he dejado el dinero en el coche —respondió—. Te lo devolveré a la salida.
Le dediqué una mirada seca y una mueca seria que ella ignoró por completo. Al final tuve que pagar yo las copas, veinte dólares que me dolieron en el alma y que tuve que rebuscar de los numerosos bolsillos de mi cazadora. La camarera esperó un poco impaciente a que reuniera los últimos centavos y se lo dejara todo en la mesa; una montaña de billetes arrugados y monedas. Su sonrisa vaciló en sus labios pintados, pero no me pudo importar menos lo que pensara de aquello.
—Oye, ¿dónde están los lobos? —le preguntó Hee, cansada de buscarlos entre la gente.
—La manada suele estar en el piso de arriba —respondió la camarera en un volumen suficiente alto para hacerse oír mientras señalaba una parte del local con la cabeza—. Si no están ocupados, claro.
—Vamos al piso de arriba —me dijo Hee al oído.
Negué con la cabeza y cogí mi vaso largo antes de seguir a Hee de nuevo entre la muchedumbre que bailaba. Me acabé la mitad de la copa antes de alcanzar las escaleras, notando el líquido frío, burbujeante y dulce bajando por la garganta y manchando las comisuras de mis labios. La gente iba y venía de la parte alta, bajando y subiendo, llegando a empujarnos en ocasiones, recibiendo tan solo miradas secas como respuesta y más empujones de nuestra parte. La sala superior no era mejor que la sala inferior, solo había un poco menos de gente y sillones semicirculares alrededor de mesas con mucho alcohol. Olía más fuerte, eso sí, y la luz dejaba de ser tan molesta y se convertía en una iluminación suave y de un azul frío.
Hee se detuvo a un lado, cerca de la barandilla metálica y echó otro rápido vistazo.
—Ahí están —me dijo, señalando con la cabeza a los sillones.
Miré discretamente mientras bebía más alcohol. Los lobos destacaban bastante porque, como habían dicho en la charla, eran muy altos, muy fuertes y bastante atractivos. Estaban rodeados de humanos que hacían todo lo posible por llamar su atención. La mayoría estaban borrachos o colocados, buscando desesperadamente a un Lobo que hiciera sus sueños húmedos realidad.
A mi me parecían estúpidos y patéticos.
—No te muevas, no quiero perderte de vista —me dijo Hee antes de irse con su copa en la mano a uno de esos sillones.
A ella siempre le habían gustado los rubios, así que eligió a uno de los lobos con el pelo plateado y brazos más grandes que mi cabeza que había en uno de los asientos pegados a la pared. Al parecer, era uno de los más «demandados» y tendría bastante competencia, pero Hee no había venido allí para conformarse con cualquiera. De eso no había duda. Me terminé la copa y me moví de mi sitio para ir a dejarla sobre una de las mesas redondas. Había mucha gente alrededor de un moreno de pelo largo y barba corta, demasiado ocupados riéndose y tocándole los brazos para darse cuenta de que me llevaba una de las botellas de vodka de la mesa. Allí no faltaba de nada, por supuesto, era la zona de la manada.
Encontré un asiento libre en la esquina de uno de los sillones y me senté. Empecé a beber directamente de la botella y a apoyar la cabeza en el respaldo mientras seguía el ritmo de la música con los pies. A veces creí escuchar que alguien me hablaba, pero yo ignoraba a todo el mundo y seguía bebiendo. No había ido allí a hacer amigos ni a buscar sexo. No era tan gilipollas como para intentarlo con los lobos.
No es que no diera ganas de intentarlo, por supuesto. Era solo que los lobos eran una raza muy peligrosa. Yo sabía a lo que se dedicaban cuando no estaban allí disfrutando de que los pequeños humanos se pelearan por ellos y dejándose hacer mamadas. En realidad, los lobos no eran más que putos mafiosos. Esas «manadas» en la que se reunían no eran más que grupos de crimen organizado que se dedicaban a extorsionar y abusar de su poder dentro de sus supuestos «territorios». Eran como pandilleros que apestaban y tenían la polla grande; la gente lo sabía y, aun así, seguían yendo a sus locales a tratar de conseguir su atención por el mito sexual que les rodeaba.
Cuando me terminé la botella, ya estaba borracho. No quedaba mucho y lo había bebido de trago a trago, pero solo había cenado un sándwich y aquel alcohol frío entraba bastante bien. Tomé una respiración de aquel aire denso y cargado y bajé la cabeza para echar un vistazo rápido y encontrar a Hee en su sitio al final de la sala. En el camino de vuelta, me topé con un rostro serio y de extraños ojos que me miraban de vuelta. No lo dudé y utilicé la visera de mi vieja gorra de béisbol para cubrirme la cara. No quería entrar en estúpidos juego con un lobo y, mucho menos, llamar su atención. Me levanté de la esquina que ocupaba y noté un pequeño mareo debido al alcohol, así que solté un resoplido y dejé la botella vacía en la mesa. Busqué la cajetilla de tabaco en mi bolsillo y me dirigí a la salida de emergencia que había a un lado de la planta alta, marcado por un pequeño letrero verde y luminoso donde ponía «EXIT».
Al empujar la puerta, casi me caigo al no medir la cantidad de fuerza que había que poner para moverla. Trastabillé un poco, pero conseguí mantenerme en pie en mitad de aquel callejón en penumbra entre los edificios de ladrillo. Respirar aire fresco y puro fue muy extraño después de pasar tanto tiempo en aquel local lleno de un olor tan fuerte, y eso que aquel lugar apestaba a meados y al cubo de basura que había a un lado. Recosté la espalda contra la pared y tomé un par de respiraciones con los ojos cerrados, ignorando la parte más oscura del callejón de la que salían ruidos extraños y gruñidos. No me interesaba en absoluto lo que estuviera pasando allí. Encendí el pitillo con el zippo y tomé una calada que aguanté un par de segundos antes de soltarla en dirección al cielo.
Un ruido metálico acompañó a la puerta de emergencia cuando volvió a abrirse a unos pasos de distancia. Giré el rostro hacia la parte más iluminada del callejón, esa que desembocaba en la calle segundaria, porque no quería ver a la persona, lobo o quien fuera que saliera del local. La vida me había enseñado a estar callado y no mirar lo que no tenías que mirar. Sonaron unos pasos pesados y la puerta al cerrarse. Tomé otra calada del pitillo y solté el humo, que se fue difuminando lentamente en una columna sobre mi cabeza. Sabía que la persona que había salido, fuera quien fuera, se había quedado allí. No podía mirarla, pero sí podía sentirle cerca.
Me puse el pitillo en los labios y metí la mano en el bolsillo donde escondía la navaja. Solo cuando sentí el mango de madera vieja, giré el rostro lentamente hacia la persona, apoyando la cabeza en la pared y todavía con el pitillo encendido en los labios.
Era un lobo. Uno grande. Me sacaba toda una cabeza y yo no era un hombre bajo, así que debía superar el metro noventa y cinco, mínimo. Era el mismo con el que había compartido una brevísima mirada en el local.
Ancho, con una camiseta blanca que apenas podía contener sus hombros abultados, sus grandes pectorales, su ligera barriga y sus enormes brazos.
Tenía un cuello robusto, barba espesa de un negro azabache y pelo corto y algo rizoso. Pero de todo eso, lo que más llamaba la atención eran sus ojos bajo las cejas gruesas y espesas. Tenían un color entre el amarillo y el anaranjado, casi ambarino, y estaban rodeados por densas pestañas negras que le daban un aspecto suave en contraste con su rostro más brusco y de un atractivo tosco y bruto.
Nos quedamos en silencio, mirándonos mutuamente, hasta que le pregunté:
—¿Qué cojones te pasa?
No quería buscarme problemas con un lobo, y menos con uno tan puñeteramente grande, pero no iba a permitir que creyera que me iba a intimidar con su tamaño y su expresión seria. Yo estaba borracho y tenía una navaja escondida en la mano, quizá él pudiera matarme, pero se iba a llevar unos buenos cortes de recuerdo.
El lobo dio un par de pasos sin dejar de mirarme fijamente y se quedó frente a mí. Yo seguía con la cabeza apoyada y le miraba sin dudarlo. Me saqué el pitillo de los labios y solté el humo hacia un lado. En la charla habían dicho que, si apartabas la mirada y agachabas la cabeza, lo entenderían como sumisión, así que hacer lo contrario debía entenderse como un desafío. Tras un par de segundos más tomé otra calada y aparté la mirada de vuelta al lado. Yo no quería problemas si podía evitarlos. El lobo dio otro paso y se acercó un poco más, empezando a arrinconarme contra la pared. Me pasé la lengua por los labios y apreté los dientes un momento, temiéndome que aquello acabaría mal. El lobo se quedó allí otro par de segundos, mirándome fijamente con aquellos ojos ambarinos desde las alturas, respirando profundamente e inundándolo todo con su peste a sudor caliente. No era en absoluto desagradable, pero sí bastante penetrante y me estaba empezando a poner nervioso. Froté el pulgar sobre el mango de la navaja y comencé a plantearme seriamente en clavársela y salir corriendo a la menor señal de un movimiento brusco por su parte.
Pero el lobo se movió lentamente, dando otro paso a un lado, allí a donde yo seguía mirando mientras fingía que le ignoraba. Cubrió mi campo de visión, casi obligándome a volver a enfrentarme a aquellos ojos ambarinos y anaranjados de animal salvaje. Apoyó el hombro en la pared y cruzó sus enormes brazos sobre el pecho. Continuó con su mirada fija y su expresión seria en la penumbra del callejón, pero al menos su postura parecía más relajada, lo que, supuse, tenía que significar algo bueno.
—Oye, no quiero problemas —le dije antes de llevarme el pitillo a los labios—. Solo he salido a fumar, ¿vale?
El lobo no respondió, ni una palabra salió de sus labios marcados y bordeados por la espesa barba negra. Tras un par de segundos terminé asintiendo y volviendo la cabeza al frente. Si él me ignoraba, quizá yo debería hacer lo mismo. El problema era que en esa jodida charla solo te enseñaban a atraer a los lobos, no a alejarlos de ti sin enfadarles. Yo no le tenía miedo, no exactamente. Era más bien respeto. Me sentía como si estuviera enfrentándome a un oso salvaje; no querías hacer ningún movimiento en falso y darle la idea de que podía atacarte, pero a la vez tampoco querías que se acercara demasiado. Que fue, exactamente, lo que pasó.
El lobo se movió un poco hasta casi pegarse a mí. Yo seguí con la mirada al frente, fumando tranquilamente mi pitillo, quizá recortando el tiempo que dejaba entre calada y calada para terminar lo antes posible.
Cuando un minuto después la punta anaranjada llegó a rozar el filtro, eché una última bocanada y tiré la colilla hacia la pared de enfrente. El puto lobo seguía a mi lado, mirándome mientras yo hacía todo lo posible por ignorarle como si no existiera. Me quedé unos segundos más allí hasta que decidí separarme de la pared. El lobo hizo lo mismo y descruzó los brazos. Noté un latido más fuerte en el pecho, pero no dudé en dar un paso firme pero controlado hacia la puerta de emergencia.
Sin previo aviso, el lobo me empujó suavemente con un brazo y me giró para ponerme de cara a la pared. Apoyé las manos sobre el ladrillo rugoso y áspero para no caerme, sintiendo al enorme hombre muy pegado a mi espalda. Me rodeó con los brazos y apoyó sus grandes manos en la pared, un poco por encima de las mías, encerrándome por completo entre su cuerpo y el muro. Apreté los dientes y me concentré en respirar. Aquello iba mal. Quizá me había mostrado muy «pasivo» y el gilipollas se había creído que podía hacer lo que quisiera. Inclinó la cabeza y pude sentir su respiración húmeda y cálida en el cuello, erizándome la piel de arriba abajo.
Su olor era todavía más intenso y casi podía sentir el calor que emitía su cuerpo a través de la ropa.
—Vale… ten cuidado —le dije con el tono de voz más sereno que pude
—. Me estás empezando a enfadar…
Bajé lentamente las manos de la pared y metí una de vuelta en el bolsillo donde escondía la navaja. Con movimientos lentos y pausados me fui dando la vuelta en el pequeño espacio que tenía. Darle la espalda no podía significar nada bueno y era algo que me estaba haciendo sentir indefenso y me ponía muy, muy nervioso. El lobo no me impidió girarme, mirándome atentamente con sus ojos amarillentos y anaranjados.
—Ya está —murmuré, aunque empezaba a sospechar que, o no me entendía, o no quería entenderme—. Ha sido divertido, pero voy a volver — y cabeceé en dirección a la puerta sin apartar la mirada de sus ojos—. No quiero problemas.
Levanté mi mano libre, la que no tenía alrededor de la navaja, y la coloqué muy suavemente sobre su brazo, un leve roce con la punta de los dedos.
El Lobo siguió todo el movimiento muy atentamente, mirándome por el borde de los ojos cuando le toqué. Se suponía que eso les calmaba o, al menos, les gustaba; así que le di una lenta y cuidadosa caricia en la cara interna de su enorme bíceps. Su piel era sorprendentemente suave para tratarse de alguien con un aspecto tan intimidante y rudo y con un olor tan fuerte.
Como no pareció haber una mala reacción por su parte, aparté la mano de mi bolsillo y me atreví a ponerla tan lenta y cuidadosamente como antes, pero esta vez sobre su costado. Que, creía, era el siguiente paso para relajarle. El lobo reaccionó levantando la cabeza y estirando la espalda, lo que por un momento me asustó un poco; sin embargo, todo se quedó en eso, un susto. Volví a apoyar la mano en su costado sobre la camiseta blanca y cálida, haciendo un recorrido que comenzaba por encima de su cintura y acababa al principio del enorme dorsal. Tras unos segundos, el lobo perdió la tensión y volvió a relajarse, después entreabrió los labios y, finalmente, dejó caer los párpados mientras un ligero y casi imperceptible gruñido salía de su garganta de vez en cuando. Ocurrió algo curioso e inesperado, y es que, cuando vi al lobo tan relajado y fui consciente de que no corría ningún peligro inmediato, el nerviosismo y el temor dejó paso a todo lo demás. No tuve claro si se debía al alcohol, al calor que desprendía su cuerpo o a los millones de feromonas que había flotando a mi alrededor junto con aquel olor a sudor tan penetrante; pero, de pronto, me empecé a poner un poco cachondo. La mirada de aquellos ojos adormilados y de un color tan extraño, comenzó a resultarme bastante cautivadora, al igual que su rostro rudo, su barba espesa y lo grande y poderoso que parecía. Incluso el estúpido gruñidito que emitía me parecía encantador.
Pasando un minuto, quizá minuto y medio, decidí que aquel era el momento de irse, porque si seguía así algo iba a terminar ocurriendo en aquel callejón; y quizá fuera yo el que emitiera gruñidos ahogados desde la parte más oscura tras el contenedor. El lobo seguía visiblemente relajado e, incluso, podría decirse que adormilado, pero solo en apariencia, porque su pantalón de chándal negro tenía una elevación bastante evidente a la altura de su entrepierna. Así que me encogí un poco, agachándome para conseguir cruzar por debajo la barrera que eran sus brazos todavía en alto contra la pared. El lobo me siguió con su mirada de párpados caídos y hasta sonrió un poco cuando creyó que me estaba agachando para, quizá, hacerle una mamada allí mismo. Su expresión dejó atrás la calma y la breve felicidad y se vio interrumpida por la sorpresa cuando vio que me deslizaba a un lado y salía en dirección a la puerta. No lo dudé, paso firme pero rápido, crucé la salida de emergencia y me sumergí de nuevo en aquella locura de música demasiado alta, luces demasiado bajas y olor demasiado intenso.
Busqué a Hee con la mirada, echando un vistazo rápido de lado a lado mientras me dirigía al lugar frente a la barandilla donde todo había comenzado. No la encontré por ninguna parte, sino que ella me encontró a mí, caminando un poco a trompicones desde un lado para agarrarse a mi cazadora militar y gritarme al oído:
—¿A dónde coño te habías ido?
—A fumar afuera —respondí.
—¿Sin mí?
—Parecías ocupada.
—Ojalá —dijo en un tono más bajo y con una mueca de disgusto—.
Vámonos.
Fuimos hacia las escaleras, de las que seguían subiendo y bajando numerosas personas que ninguno de los dos dudó en empujar para hacerse sitio. Lo mismo pasó en la pista de baile y en el pasillo con posters de películas hasta alcanzar las escaleras que ascendían a la calle y al aire libre.
Hee hizo una señal para que le pasara un pitillo y se lo encendí con el zippo, ya que había sacado la cajetilla, cogí otro para mí.
—Estoy cachonda como una perra —me dijo de camino al coche y con .tono enfadado—. Ese olor o las feromonas esas o lo que cojones sea… joder… —fumó una buena calada y la soltó al aire—. Como me puso el muy cabrón y ni siquiera me tocó.
—Me imagino —murmuré, ahorrándole mi propia experiencia con el tema.
—Pero hay tantas mujeres… Agh… tenemos que volver —decidió por los dos.
—Yo no voy a volver —le aseguré antes de abrir la puerta del coche y meterme dentro.
Lo dije en serio, pero, como es evidente, volvería otra vez. Porque si lo hubiera dejado allí, no habría historia que contar, ¿verdad?

 Porque si lo hubiera dejado allí, no habría historia que contar, ¿verdad?

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