Capitulo 29

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A la mañana siguiente abro los ojos y veo que Lali me mira con una sonrisa radiante, tumbada de lado hacia mí, yo hacia ella. Tiene la mano apoyada en mi cadera, y yo la mía en la suya.

—¿Cómo es que estás tan contenta a esta hora de la mañana? Si todavía no te la he metido...

Suelta una risita y se me acerca hasta que su aliento me da en el pecho. —Me encanta verte dormir. Tienes un aspecto de lo más angelical.

Esbozo una sonrisa adormilada y vuelvo a cerrar los ojos, le echo un
brazo por la desnuda espalda y la atraigo hacia mí.

—¿Angelical? Querrás decir divino, ¿no?

—Sí. Y estoy contenta por haber recordado algo.
Está de subidón, contenta consigo misma sólo por haber recordado esa nimiedad.

Me prohíbo pensar mucho en que es posible que no se sienta tan entusiasmada cuando recuerde todo lo demás, lo bueno, lo malo y lo que es directamente una puta mierda. Esto es demencial. Por un lado, estoy deseando que recupere la memoria, suplico que le vuelva. Por otro, lo estoy temiendo. Parte de mí confía en que los recuerdos continúen llegando en forma de goteo, poquito a poco, dándole la oportunidad de entenderlo todo, no que la inunden y probablemente siembren el caos en su cabeza.

—¿Es tu teléfono?
Frunzo la frente y aguzo el oído. —Me lo dejaría abajo —digo.

Se zafa de mis brazos en un santiamén, y a mí no me hace mucha gracia. —¡Oye!

—Puede que sean los niños.

La desnuda espalda desaparece por la puerta, su premura impedida por la cojera que aún tiene.
Refunfuño y me levanto, sin molestarme en ponerme el bóxer. Cuando

bajo, la encuentro con el teléfono pegado a la oreja.
—Lo del FaceTime este no funciona —informa, los dedos en el pelo. Sonrío al verle el cuerpo desnudo y, mientras, saco el café del armario. —Pon el altavoz —pido.

—¡Hola, papá! —saluda Santi, seguido de Ale.

—Hola.

Bajo las tazas y Lali coge la leche.

—¿Nos echáis de menos?

—Un poco —contesta Maddie, sorbiéndose la nariz, y sonrío—. La abuelita ha dicho que volvemos a casa el lunes.

—Es verdad.

Miro a Lali y veo que sonríe para sí misma.

—¿Qué habéis estado haciendo?

«No preguntes por el chico. No preguntes por el chico.»

—He estado buscando conchas por la playa con Amado—replica Allegra
más fresca que una puta lechuga, casi orgullosa, porque sabe que está bien fuera de nuestro alcance.

Aprieto los dientes y miro de reojo a Lali , una mirada que sugiere que debería tomar las riendas antes de que nuestra hija me ponga de mal humor.

Coge deprisa el teléfono y se va, alejándose de mi irascible presencia. Amado. El puto Amado.

—Qué bien, cariño. ¿Y tú, Santi? ¿Has pescado más peces?

—Hoy he pescado uno de cinco kilos, mamá.

Parece emocionado. ¿Por qué Allegra no puede encontrar algo que la apasione? Algo que no sean los chicos.
Charlan alegremente un rato mientras yo me ocupo del café y después Lali se despide, en la voz un dejo de tristeza. Levanto la vista cuando cuelga
y suspira. Se está agobiando. Tengo que distraerla.

—Eh, mira esto, nena.

Obedece en el acto.

—Tengo una sorpresa para ti.

—¿Ah, sí?

Me dedica una sonrisa descarada cuando deja el teléfono y se acerca a mí, llenándome el corazón de toda clase de sensaciones que me hacen bien.

—Sólo piensas en una cosa, señorita.

Y yo encantado, pero para hoy tengo planeada una cita.

Me pone la mano en el pecho y me mira radiante.

—¿Acaso te extraña?

Va bajando la mano hacia mi...

—¡Para! —me río.

Pero le cojo deprisa la mano, impidiendo que llegue al paquete, que ya se está hinchando. Si lo hiciera, estaría perdido. Mierda, ¿de dónde coño sale esta resistencia?

—No sigas.

La siento en un taburete, sonriendo al ver el mohín que pone. Se encoge de hombros.

—No lo puedo evitar. Basta con que te mire y...

—Te mojas. Lo sé. —Termino su frase confiado, creído a más no poder —. Te acostumbrarás. —Le lanzo una sonrisa picarona.

—Entonces, si no es ésa, ¿cuál es mi sorpresa?

—Te voy a llevar a que te compres un vestido.

—¿Para qué?

—La fiesta de compromiso de Nico y Eugenia del sábado.

Los ojos se le iluminan un poco, pero se apagan muy deprisa. Luego se
amusgan. Sé lo que viene a continuación. Estoy preparado. —¿El vestido lo elijo yo?

—No. —Sonrío con engreimiento, y voy por más café.

—De eso nada —contesta indignada.

—Lo que yo te diga. —Ni de coña.

Me vuelvo y veo que sale de la cocina, el largo pelo moviéndose en la espalda desnuda.
—Ya encontraré algo hermoso en el armario, muchas gracias.

—Ya lo veremos, señorita —le digo risueño. Y como me apetece reforzar mi autoridad, añado a grito pelado—: ¡Y punto!

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