Capítulo 8

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Caí contra una superficie arenosa, áspera, seca y caliente. Presioné con las palmas, flexioné los brazos, alcé un poco la cabeza y vi cómo temblaban las gigantescas estanterías, viejas, rayadas y negras; los gruesos libros, enmohecidos, cubiertos por montones de tierra ennegrecida y trasformados en nidos de gusanos, ocupaban casi todos los estantes.

Dolorido, apreté los dientes y me levanté.

—Esa cosa casi humana me ha dado fuerte. —Me toqué el labio, me miré las puntas de los dedos y vi el intenso rojo de la sangre—. Cuando lo vuelva a ver, le daré una clase muy intensa de lo que es el dolor. —Me giré y comprobé que la gran estancia no tenía salida; las estanterías, que se perdían en una densa oscuridad a centenares de metros, formaban un gran círculo—. Jamás me habría imaginado que en el reino de las pesadillas hubiera una gigantesca librería. Los espectros que proliferan por aquí no tiene cara de haber leído mucho. Bueno, algunos ni siquiera tienen cara. —Saqué un cigarro, lo encendí y caminé hacia la voluminosa mesa de piedra negra que estaba ubicada en el centro de la estancia—. Mi primo, Dhaenger, ese sonriente ratón de biblioteca, disfrutaría leyendo libros que no existen en nuestro mundo.

Di una calada, pasé las yemas por encima del polvo oscuro que cubría la superficie de la mesa y un relámpago rojo refulgió en la densa oscuridad en la que se perdían los estantes. No me dio tiempo de reaccionar, detrás de mí, un leve zumbido se prolongó durante un par de segundos.

Me di la vuelta; una nube roja, que emergió de la superficie arenosa, se condensó hasta proyectar un destello que se adentró en mis pensamientos como un chorro de agua caliente en un vaso frío.

Cerré los ojos, tiré el cigarro, me toqué las sienes y percibí ecos distantes de antiguos recuerdos ajenos enlazarse con mi consciencia; era como si una experta tejedora hundiera sus agujas en mi cerebro para hilar mis pensamientos con los de otros.

—¡Basta! —vociferé, antes de abrir los párpados.

La desagradable sensación desapareció a la vez que giraba la cabeza de izquierda a derecha para ver dónde estaba: el gran salón de la residencia de Torhert, con sus elegantes sofás y muebles del siglo pasado, había aparecido de la nada.

—El oscuro mundo onírico está lleno de sorpresas —pronuncié en voz baja, caminé pisando una costosa alfombra roja hasta llegar a una vitrina y observé una fotografía en blanco y negro de los miembros de la corte negra; los marcos de oro, junto con las caras sonrientes, me producían gran repugnancia ante la desmedida opulencia engrandecida por la corrupción y las perversiones—. Tenías todo, erais casi intocables, dioses caprichosos que no se privaban de nada, pero no os conformasteis, tuvisteis que ir mucho más allá y buscar al enfermo del antifaz con el deseo de que vuestra depravación fuera eterna. —Di un puñetazo, rompí el cristal, cogí la fotografía, la tiré a la alfombra roja y la pisé—. No voy a parar hasta que paguéis.

Inspiré despacio, retrocedí unos pasos y el asco me invadió al observar los cuadros donde Torhert posaba con enfermeros engatusados que, por sumas no muy grandes, soportaban latigazos y muchas más perversiones.

—Aunque hayáis trascendido y ahora seáis inmortales, me encargaré de que vuestros crímenes y pecados no queden impunes. Si hace falta, os llevaré yo mismo a rastras al Infierno.

Estar en un recuerdo enraizado en el reino de las pesadillas, una reminiscencia que desprendía la misma oscuridad que los hombres que la crearon, fue duro; lo fue tanto porque en el mundo onírico, como una imparable catarata de lágrimas negras, se filtraban dentro de mí los océanos de pecados y sufrimiento que alimentaban las insaciables perversiones de los jueces de la corte negra, como también porque, aunque mis tinieblas se saciaban con culpables, el origen de la sed de sangre no era tan diferente.

Ecos de un delirio disonanteWhere stories live. Discover now