XII

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Letizia había visto muchas veces desde la distancia la casa de piedra con tejado de pizarra; pero, intimidada por su tamaño, nunca se había atrevido a acercarse. Con su perfil recortado contra el verde bosque, la casa tenía cuatro pisos, incluyendo el ático, y se encontraba situada en lo alto de una loma cubierta de hierba y cruzada por cercas blancas. El exterior se había librado detener un aspecto severo gracias a sus abundantes adornos de madera blanca: un porche de columnas con una terraza saliente, postigos en todas las ventanas y volutas a lo largo de los aleros, decoración que Letizia nunca en su vida había visto en otro lugar.
Muros de piedra con albardillas blancas bordeaban el jardín frontal, y el camino de entrada a la casa estaba marcado con pilares pintados de blanco en la parte superior, que tenían faroles colgando de ellos. ¡Faroles, nada menos! Esto le parecía a Letizia una completa locura. ¿Luces fuera de la casa? Cuando su padre tenía que salir en medio de la noche, simplemente llevaba consigo una lámpara.
Mientras el carruaje se bamboleaba y se sacudía a lo largo del camino de entrada, ella miraba fijamente la casa a través de una cortina de lágrimas, y su pánico era cada vez más grande. Sus padres la habían regalado... Tan implacable como un puñal, este pensamiento atravesaba insistentemente su cabeza. Sin duda habían dejado de quererla. Porque estaba engordando, supuso. De modo que la habían regalado.
Y a aquel hombre, nada menos.
¡Dios santo! Letizia tragó saliva y contuvo la respiración, temiendo hacer algún ruido sin querer. El desconocido tenía el látigo de papá. Estaba allí, a su alcance, en el asiento junto a él. Un movimiento incorrecto, y con toda seguridad le pegaría con aquella tira de piel.
Ella ya sabía que éste no era el mismo hombre que le había hecho daño en la cascada. Cuando apareció debajo de ella en el recibidor, pudo mirar detenidamente su rostro. Líneas tenues se abrían en abanico desde los rabillos de los ojos de color azul y de pestañas espesas, indicio de que era unos cuantos años mayor que el otro sujeto.
Y le pareció también que sus rasgos dorados por el sol eran un poco más angulosos. Pero, por lo demás, las diferencias entre ellos eran tan leves que apenas se notaban. El mismo pelo color castaño, atravesado de mechones como de oro. La misma nariz recta que nacía entre sus cejas leonadas, un contrapunto perfecto para sus pómulos salientes y su mandíbula cuadrada.
El parecido era demasiado marcado para ser una mera coincidencia, esto era indudable. Si no fuese por la diferencia de edades, aquellos dos hombres eran tan parecidos que podrían ser hermanos gemelos. Esto seguramente quería decir que eran parientes cercanos, a lo mejor hermanos. La idea le revolvió el estómago.
Hermanos... Letizia supuso que los hermanos debían de ser tal y como las hermanas: vivían en la misma casa y tenían muchas similitudes, no sólo en todo lo relacionado con la apariencia física, sino también en muchas otras cosas. Si un hermano era bueno, el otro probablemente también lo fuese. Si un hermano era malo, era muy posible que el otro también lo fuese.
Letizia, en fin, sabía a ciencia cierta que aquel hombre tenía un pariente cercano, quizá un hermano, que era muy malo. Esto la asustaba muchísimo. Para tratar de sentirse mejor, se repetía insistentemente que él ya le habría hecho daño si así lo hubiese querido. Y, hasta entonces, no había intentado nada. Pero esto no quería decir que no lo hiciese si llegara a apetecerle.
El carruaje se detuvo con una sacudida. Aterrorizada, ella se quedó mirando fijamente la casa, y le vino a la mente otro pensamiento. Era posible que el otro hombre, el de las cataratas, estuviese allí dentro. Esperándola, tal vez.
El corazón le dio un salto de terror, y miró en torno suyo, buscando la manera de escapar. Pasara lo que pasara, no podía entrar en aquella casa.

Como si él hubiese intuido lo que ella estaba pensando, el desconocido la sujetó con más fuerza. Letizia apenas pudo contenerse para no gritar, pero se puso a temblar y sus dientes empezaron a castañetear. Ella no podía oír este sonido, pero pensó que él quizás pudiese. De ser así, sabría cuánto miedo le tenía. Los maltratadores siempre eran más crueles cuando pensaban que ella tenía miedo.
El hombre la agarró por las muñecas con una mano y, con la otra, tomó el asentador de navajas de afeitar y abrió la puerta del carruaje. Antes de que Letizia pudiese adivinar lo que él pensaba hacer, metió el asentador en su bolsillo, la sujetó contra su pecho y salió del vehículo. Dado que el hombre la estrechaba con fuerza entre los brazos, sus pies colgaban a varios centímetros del suelo.
Pensó en darle otra fuerte patada en las espinillas o en pegarle de nuevo en la boca con la cabeza, pero enseguida desechó esta idea. Ahora que la había llevado hasta allí, no había manera de saber lo que podría hacerle si le provocaba.
Como si fuera una muñeca de trapo rellena de plumones de ganso, subió con ella las escaleras que conducían a la casa. Luego, sin soltarla, de alguna manera logró abrir la puerta de par en par. Después de dar tres largas zancadas para entrar en el recibidor, se detuvo y dejó que pusiera los pies al suelo. Puesto que seguía sujetándola con un brazo alrededor de las costillas, Letizia no pensó en tratar de huir. Aunque lograra escapar, ¿adónde iría? El no tardaría en encontrarla si regresaba a casa.
La vivienda era mucho más grande de lo que parecía al verla desde fuera. Muchísimo más grande. Paneles de roble adornaban la parte inferior de las paredes del recibidor. Sobre ellos se levantaba un mural que representaba un paisaje de principios de otoño. A medio camino en dirección al extremo opuesto del recibidor, una reluciente escalera de roble surgía del suelo de baldosas de color marrón rojizo para conducir al primer y el segundo pisos.
Atemorizada, Letizia se quedó mirando fijamente el mural. Las hojas que caían de los árboles parecían completamente reales, igual que el arroyuelo que serpenteaba perezosamente a través de un bosque de álamos de Virginia. El centro del mural era un caballo negro encabritado, parecido a los que ella había visto pastando en el campo, con las patas delanteras golpeando el aire, las vistosas crines al viento y la cola ondeando majestuosamente.
Nunca había visto algo tan hermoso. En aquella casa no sería posible hartarse de las lluvias de invierno, pues allí dentro se había creado la sensación de que siempre lucía un día de sol radiante. Al mirar la pintura, casi podía sentir una cálida brisa acariciando sus mejillas.
Sobresaltada, comprendió de pronto que el calor que rozaba su cara era en realidad el aliento del desconocido. Se había inclinado para mirar la expresión de su rostro. La del suyo era de inconfundible orgullo.
—¿Te gusta? —preguntó Felipe .
Durante un largo rato, Letizia se quedó mirando su tez morena, plenamente consciente de su estatura y de la anchura de sus hombros. Luego, temblando, apartó bruscamente la mirada y enseguida intentó contener una nueva oleada de pánico.
Un temblor en el pecho del hombre le reveló que él estaba hablando de nuevo y, por la fuerza de las vibraciones, supuso que estaba llamando a alguien. Como ardillas surgiendo de sus madrigueras, un mayordomo y varios empleados domésticos salieron de distintas entradas situadas a lo largo del corredor. Al ver a Letizia, inclinaron cortésmente las cabezas y se retiraron de nuevo.
Un momento después, una mujer de complexión robusta, vestida de negro, apareció en el rellano del primer piso. Letizia nunca había visto a nadie parecido a ella. Como un enorme cuervo negro abatiéndose sobre una presa, la mujer bajó la sinuosa escalera. Al llegar a la planta baja y dirigirse hacia ellos, abrió los brazos en señal de bienvenida.
Letizia la miró boquiabierta. El único elemento alegre que había en la apariencia de aquella mujer era la punta de su nariz aguileña, que estaba roja como un tomate. Llevaba el pelo de color gris recogido tan apretadamente hacia atrás, en un moño sobre su gruesa nuca, que parecía bizca.

La Canción De LetiziaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora