Capítulo L

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—¡Qué buena forma de empezar una fiesta de cumpleaños, cumpleañero! —exclamó Waldo, quien se me echó encima y pasó su brazo por detrás de mi cuello—. Tus padres nos han cedido la casa hasta las doce. “¡A las doce, luces apagadas, independientemente de que os quedéis a dormir!”. Tiene carácter. Me cae bien. Y por si te lo planteabas, sí, nos quedaremos a dormir.
   —¡Feliz cumpleaños, Simon! —exclamó el clon de Dion, que se apareció frente a mí como un fantasma simpático y para nada asesino. El secuestro todavía estaba pendiente en mi lista de cosas por las que no fiarme de la gente que me rodeaba, así que esas sonrisas me eran tan amables como terroríficas—. ¿Quieres un beso por cada año? —Giró la cabeza para comprobar la reacción de su hermano y después volvió a mirarme para guiñarme un ojo con picardía.
   —No es por cortar el rollo, pero… ¿se puede saber qué demonios os ha pasado en la cara? —cuestionó Neri con el ceño fruncido. Le dio el globo a Kéven, que estaba justo a su lado, sujetando otro globo con forma de pene –mi primo Marcel habría estado orgulloso de ese puñetero inflable–, y se acercó a mi hermano y a mí para examinarnos con más minuciosidad. Tocó mi labio con la suavidad propia de Neri –o sea, ninguna– y gemí de dolor—. ¿Os habéis cruzado con matones por el camino o cómo va la cosa?
   —Mi hermano ha tenido la ocurrencia de meterse en medio de una pelea con un gilipollas que me estaba tocando las narices —respondió Ten.

   Cerró la puerta de golpe, se metió el móvil en el bolsillo de la sudadera y nos movilizó a todos hacia el salón, que estaba adornado con serpentinas por doquier, más y más globos con forma de pene y una tarta de tres pisos sobre la mesa del salón-comedor. Además, también había unas cuantas bolsas y paquetes de regalos que me daba una vergüenza tremenda abrir delante de mis amigos.
   “Por favor, que Marcel no haya enviado un vibrador masculino”, recé internamente al ver un papel de regalo rojo y una tarjeta que decía con letras casi gigantes: “De tu primo favorito”.

   —El moratón del ojo lo ha hecho mi puño y el del labio mi contrincante —siguió hablando Ten. Escuchar aquello me hizo volver a la realidad; al hecho de que estábamos hechos un cristo.

   Puse los ojos en blanco. Ni que hubiera estado en un ring de boxeo. Se las daba de luchador experto solo porque su profesor lo llamaba “máquina de matar” –lo cual no tenía la cualidad de ser bueno, aunque su entrenador dijera “en el mejor de los casos”–, pero en realidad era tan solo un defensor de lo que él llamaba “justicia”.
   Yo, sinceramente, le habría soltado cuatro palabras a Marcos “el violento” y me habría largado sin siquiera despeinarme. Puede que hasta hubiera salido por la puerta haciendo un pase de modelos con mis pantalones de pana y mi sudadera de ositos. Solo me faltaban los tacones, pero tenía muy claro que la próxima vez los iba a llevar. A ver si se atrevía ese mentecato conservador a enfrentarse a mí en persona.

   —Pero ¿qué ha pasado? —preguntó Neri, ejerciendo su rol de madre preocupada—. ¿Dónde tienes el botiquín? ¿Dónde puedo curaros esas heridas? Creo que ese chico te ha partido el labio.
   —Sí, y por suerte Ten no me ha sacado el ojo de cuajo —me mofé. Señalé a mi hermano con la cabeza—. Él está peor: nudillos ensangrentados, moratones por casi todo el rostro y una pequeña herida en la cabeza. Creo que se ha golpeado contra el suelo.

   Tylou enarcó una ceja.

   —¿Y tú eso cómo lo sabes? —cuestionó con el ceño fruncido.

   Haber dicho que se había golpeado contra el suelo, definitivamente, había herido su orgullo de “máquina de matar”.

   —Porque la sangre sale a raudales de tu cabeza —exageró Dion, que se acercó a Ten para examinarlo. Separó un poco su cabello para comprobar con mayor claridad la situación a la que nos enfrentábamos. Solo esperaba que no fuera nada muy grave—. Por fortuna, parece tan solo una herida superficial. —Me miró—. ¿Tenéis botiquín?

Simon diceWhere stories live. Discover now