13: El monstruo de la máscara

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CAPÍTULO 13: EL MONSTRUO DE LA MÁSCARA

17 de septiembre, 1984

Merry Hills, Texas

Me parece verdaderamente brutal la manera en la que un chico puede abusar de ti una noche, y luego se supone que sólo debas seguir con tu vida.

Horrible. Verdaderamente brutal y horrible, en especial si es parte de tu entorno diario, porque entonces su presencia demanda ser percibida con más protagonismo, como en las películas cuando la cámara enfoca un extra. En mi mente ya no eran Colton y sus amigos, por ejemplo; eran Terry y sus amigos. De modo que la mañana del lunes, llevé un libro para leer en el almuerzo, porque ya no me sentaba con Terry y sus amigos, aunque tampoco era como si antes lo hiciera a diario, de cualquier forma.

Me había acostumbrado a llegar tarde tanto como a medir todo con la palabra «casi», y fue sentada frente a Erin que supe que debía pagar la factura de la impuntualidad. El suelo, a los costados de la silla, estaba lleno de cáscaras de mi esmalte para uñas color azul eléctrico. Intenté ocultarlo empujándolos bajo el escritorio con las botas, fallando en el intento. Estaban adheridos a la cerámica como chicles en las gradas del gimnasio, pero terminé por usar el viejo truco de «fíngelo hasta que te lo creas», y fingí ignorarlo al tiempo que escuchaba a Erin hablar sobre lo que la rectora le comentó sobre mí.

Dijo que estaba bastante «consternada» ante mi repentina serie de impuntualidades e inasistencias habiendo cumplido una racha casi impecable durante todos estos años. También dijo que la detención era ciertamente irreversible en un caso como aquel, pero que se «sentía en la necesidad de hacerme saber su inquietud en lo que respecta a la situación». Además, dijo que era un acto de empatía el no haber citado a mi padre primero, lo cual no entendí, porque mi papá no es de los que golpean a sus hijos, y me sentí triste por la posibilidad de que ella pensara eso de él. Luego continuó con su basura emocional protocolar de consejera.

Lo que no sé y dudo saber alguna vez es por qué carajo dije lo que dije después.

—A veces quisiera desaparecer —fue lo que dije y no sé por qué. Cristo. Juro que no sé por qué hice eso. Me retracté de la elección de palabras en el momento que alzó ambas cejas—. No, no quiero matarme, por Dios —aunque sí lo había pensado, pero no tan seriamente. Además, era consciente de que mencionarlo alargaría la charla y tenía premura por salir de allí. En serio no tenía motivos para decir eso. Jesús. El resto fue puro parloteo—. Me gusta estar viva, pero a veces es demasiado. Más bien, me asusta la muerte, ¿sabes? Me asusta estar pétrea y no ver, ni oír, ni sentir, ni oler...

—Quieres ser un fantasma: estar allí, pero al mismo tiempo no.

—Sí. Exacto.

«Exacto». Era puro parloteo. Porque yo no hablo, habrás notado. Yo parloteo. Mi padre siempre me lo ha dicho. Y es que por lo general, cuando alguien me pregunta algo, incluso conociéndome, es notable que mis divagaciones que poco constatan una respuesta directa a la consulta no son suficientes para satisfacer las expectativas del consultante; y aquello deriva en dos cosas: humillación y arrepentimiento.

Ah. «Humillación».

—¿Puedes describir esa perspectiva deseada en una oración con adjetivos?

Volví a mordisquearme el tubérculo del labio. ¿Cuáles eran los adjetivos? «Jesucristo, Beverly, es lengua de primaria»... Erin esperaba la respuesta con la cabeza gacha hacia el cuaderno con diligencia, pero con la mirada apuntando directo a mí, que en lugar de centrarme en qué contestar, ahora trataba de imaginar el contenido de aquellas hojas de «anotaciones».

Uno es multitud #PGP2024Where stories live. Discover now