Capitulo 35

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Lali estaba decidida a disculparse. Máximo tenía razón: no lo respetaba cuando casi se había desmayado al recibir la gardenia de Peter. Cuando aquél se hubo marchado la noche anterior, furioso y dolido, el sentimiento de culpa se había apoderado de ella. Se sentía tan mal que no había podido pegar ojo y había despertado a Estefano al alba para que le enganchara uno de los viejos rucios a la carreta. Ataviada con uno de sus mejores vestidos de paseo, dejó una nota para la señora Peterman y partió hacia Pemberheath para arreglar las cosas, empezando por disculparse con el hombre con quien iba a casarse.

Una densa niebla matinal cubría la tierra y era imposible discernir el paisaje, un tiempo perfectamente acorde con su estado de ánimo. Últimamente, no lograba aclararse. Cada día era un caleidoscopio de confusión; su cabeza y su corazón un caos de emociones. Ya había tenido suficiente, pensó mientras el rucio trotaba brioso por el camino. Había elegido su destino, había firmado todos los documentos necesarios y respetaría su compromiso. Máximo había sido un dechado de paciencia, bondadoso a su peculiar manera, y no le había pedido nada a cambio salvo que lo respetase. Ella le había prometido que lo haría. Se lo debía.

Apremió al viejo caballo de color pardo claro.

Animal y carreta cruzaron traqueteando un pequeño puente que marcaba el punto de separación entre Pemberheath y Rosewood. De pronto se oyó un chirrido procedente del vehículo y Lali tiró frenética de las riendas. Suspirando impaciente, bajó y, con los brazos en jarras, lo examinó. El funcionamiento de aquel cacharro la abrumaba, y lo único que sabía con certeza era que, para que rodase, hacían falta las cuatro ruedas. Se acercó al caballo y tiró de él. Volvió a oírse aquel ruido horrendo y, al mirar hacia atrás, vio que las ruedas delanteras no se movían.

—¡Vaya por Dios! —exclamó. Luego retrocedió hasta aquel montón de leña vieja e, impetuosa, le asestó una buena patada. De inmediato se agarró el pie, doblada de dolor—. ¡Malditas zapatillas! —masculló, y lanzó una mirada de odio al delicado calzado esmeralda a juego con el vestido. Estupendo. ¡Con aquellas cositas endebles no podría caminar ni tres metros! ¿Qué hacer? Desesperada, miró al cielo. ¿Eran imaginaciones suyas o las nubes se estaban haciendo más densas?

No eran imaginaciones suyas, descubrió unos minutos después cuando le cayó en la mano la primera gota gorda. Gimió y se apresuró cuanto pudo por soltar al rucio de la carreta. Estefano había ideado un peculiar arnés con un extraño sistema de fijación, y Lali no veía el modo de soltarlo. Las gotas dieron paso a una lluvia fina que le empapó el sombrero.

De repente, toda aquella situación la superaba. La lluvia, la vieja carreta, todo. Las dos últimas semanas habían sido las más turbulentas de toda su vida y tenía los nervios destrozados. No tenía ni idea de qué hacer con nada, ¡y menos aún con un caballo enganchado a una carreta mediante un arnés casero! Cielo santo, ¿es que ya a nadie le gustaban las cosas sencillas? Empezó a llorar desconsoladamente. Abrazada al viejo rucio, lloró lastimera en su cuello, demasiado cansada y confundida para pensar en qué podía hacer.

Chilló cuando un par de manos fuertes la cogieron por los hombros y la apartaron de la bestia.

—¿Qué haces? —le preguntó Peter, volviéndola bruscamente para mirarla a la cara.

La devoró una sensación de alivio, agotamiento y pura frustración con el universo que intensificó su llanto.

—¿Te has hecho daño? —quiso saber él, frunciendo el cejo mientras sus ojos la exploraban en busca de alguna herida.

Todo o nada Donde viven las historias. Descúbrelo ahora