Gloria y Honor

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Llegó la lluvia inesperada; las gotas de agua caen por el casco de la armadura, derramando algunas en mis ojos. Cada gota hace un sonido distinto en mis oídos, haciéndome estar más atento. "Estos bárbaros nunca se rinden", pensé. Cada golpe seco de mi espada a un bárbaro en cualquier parte de su cuerpo me hace sentir más libre. Libertad que en Roma no me dan por no ser ciudadano, volví a pensar en medio de la batalla sin estar atento al enemigo.

De pronto noté una sensación extraña. Una sensación que me tiraba al suelo y me hacía sangrar la nariz. No sentí dolor, solo pena por el desgraciado que me había tirado al suelo de semejante hostia. Una vez en el suelo, levanté la cabeza y lo vi claro. "Me voy yo o se va él. Pero... hoy yo no." Me levanté tan rápido que aún no sé cómo lo hice, esquivé el ataque. No hacía recorrido con la cadera para dar un golpe más fuerte y certero, eso puede ser lo que me salvó, o no, no lo sé.

Le clavé la espada en las costillas y vi cómo cae al suelo. Escuché detrás de mí unos pasos, me agaché y una espada iba directa a mi cuello. Mi muerte, no, hoy no. Así como veo a mi verdugo de espadas hacia mí y con un claro campo para clavar la espada donde quiera, me acuerdo de las enseñanzas de mi padre cuando era niño. Siempre decía: "A un animal desprotegido no se le merece vivir en este mundo de locos y demonios."

Le inserté la espada en el medio de la espalda para que le saliera el filo justo por el corazón. La adrenalina brotaba en mí, era invencible. No sé cuántos bárbaros habré matado. Lo único que sé es que luchar con tantos cadáveres en el suelo dificulta un poco la movilidad. Miro a mi alrededor y solo quedan algunos de mis hombres en pie. Se escucha un ligero silbido viniendo hacia nosotros. Miramos en todas direcciones y nada. Hasta me acuerdo de cuando fui a cazar ciervos con mi tío. Él me explicó que cuando quieres cazar, el único sonido que escuchas es la flecha. Me puse debajo de algunos cadáveres que amortiguaron las flechas; por un hueco vi que mis hombres estaban muertos por las flechas.

Me voy entrando en Roma como un gran héroe, y que me dejen ser ciudadano y estar en el congreso. Vuelvo otra vez en mí. Por el otro hueco que daba a donde salieron las flechas venía como doscientos hombres. ¿Qué hago?, me dije. Puedo quedarme aquí y, si no me pillan, a la noche me voy o salir y luchar como un héroe. Nada más de la realidad; acabé capturado y sin saber si Roma negociaría por mi vida. Llegué a un poblado bastante lejos donde fue la batalla. Creo que sería capaz de escapar y volver al campo de batalla y después a las galeas.

Me desperté en una prisión hecha de troncos; estoy atado a un palo bastante grueso. La cuerda se nota que es de buena calidad porque me deja marcas sin sangrado. Miro a mi alrededor, hay más gente dentro de estas jaulas o prisiones. Tengo a dos compañeros que no son muy habladores. Vuelvo a echar un vistazo fuera y no sé dónde estoy. "¿Por qué no vienen esos gordos y afeminados de Roma a librar sus batallas?", pensé cabreado. Ahora no me podía cabrear por esas cosas. Tenía que escapar de aquí.

Entra un bárbaro en la celda de al lado de donde estoy. Empieza a golpes con uno que también está atado como yo. Mi cabeza se pone a pensar en todas las maneras posibles para que ese tipo no me toque. Pasaron varios días y ningún romano vendría a buscarme. Estaba moviéndome de adelante a atrás en movimientos que no llamaran mucho la atención. Logré aflojar un poco el tronco. Como me figuraba, llegó el día para que el grandullón de los bárbaros viniera a molestarme un rato.

El bárbaro entra empujando la puerta de madera con la mala suerte que le da a uno de mis compañeros de celda; supongo que lo mataría, porque la mandó a mucha velocidad. Se para en frente de mí. Me levanta cogiéndome por la cintura. En ese momento, me impulso con los pies en el tronco; el tronco cae con la sorpresa de que eso no se lo esperaba. Caímos los dos, con la suerte de que caí encima de él. Fui más ágil y con las sogas que tenía en las muñecas le cogí del cuello con la soga y tiré hacia atrás, hasta que dejó de patalear. Gasté tanta fuerza que me mareé un poco. Giro la cabeza hacia la derecha por reflejos, y en la parte izquierda noté algo. Giro la cabeza hacia la izquierda y veo un hacha enorme clavado en el suelo.

Me levanto, y en mi cabeza volvió esa estúpida idea de ser un héroe para Roma, ir por las calles de Roma con mis galones. Veo a dos bárbaros correr hacia mí. Esquivo el primer ataque, le mando un puñetazo entre las costillas y cae. Cojo su espada y me corto el cuello. Viene el otro, y aún me es más fácil acabar con su vida. Con los dos bárbaros en el suelo, me dirijo hacia las jaulas y libero a todos. En la última había cinco soldados que batallaron conmigo en mil batallas. Nos fuimos hacia la costa. Llegamos a la playa donde en teoría habíamos desembarcado, sin rastro de ellos. Fuimos playa arriba. Nos escondimos, fuimos montaña arriba. Llegamos a un bosque frondoso, hicimos noche allí.

Al día siguiente seguimos hasta acabar el bosque y llegar a un prado enorme. Fuimos con sigilo, por si nos siguieron, y no caer en una emboscada. Al pasar el prado, llegamos a un acantilado. Abajo del acantilado es donde luchamos contra esos bárbaros. Bajamos por el acantilado para atajar y llegar antes a donde estaba nuestra base. Llegamos al suelo, pisamos tierra, y nos vinimos salir de ahí. Hasta que suenan unos cuernos y, con el acantilado, parece que una manada de elefantes venía a pisotarnos. Nos miramos, y le dije a los demás: ¡Correr! Empezaron a correr; a mí no me dio tiempo a ver si los demás estaban en pie o no. Caían flechas como si fuera lluvia. Al llegar a la zona donde teníamos la base, todo estaba destruido. El sonido del cuerno se me mete más y más en la cabeza.

Empezamos a correr de nuevo, con la mala suerte de que me dieron en una pierna y caí; ya es mi fin. Escucho el silbido de las flechas cada vez más cerca y cierro los ojos. Que sean lo que los dioses quieran. Escucho las flechas caer en algo que no es mi cuerpo. Abrí los ojos y allí estaban el ejército Romano en todo su esplendor. Antes de desmayarme, escuché una frase nada más: "Ahora nos toca a nosotros, gran trabajo capitán."

Varios días después, desperté en un barco. Me dolía la pierna, pero seguía ahí. Miro a mi derecha y veo a los demás que salvé del poblado bárbaro; estaban bien, bueno, más o menos. Desembarcamos y nos llevaron a ver a alguien. Cuando entré en esa tienda, me quedé helado: el mismísimo Marco Aurelio.

—Tengo muchos planes para ti, muchacho.

Relatos Diversos #CheyllsAwardsWhere stories live. Discover now