Capítulo XII

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El aire se espesó, cargado de una humedad fría que le erizaba la piel a Odiseo. El silencio sepulcral que reinaba en el pasaje se interrumpía solo por el tenue sonido de sus pasos, cada uno resonando con un eco que se perdía en la oscuridad. Su espada, aferrada con firmeza, le proporcionaba una falsa sensación de seguridad, una barrera contra el miedo que le apretaba el corazón. Había desobedecido a Atenea, había transgredido sus órdenes, y ahora se encontraba solo, sumergido en la oscuridad, con la certeza de que se acercaba a un peligro desconocido.

La sensación de peligro se intensificó cuando escuchó un sonido que le heló la sangre: el agudo silbido de una flecha que rozó su oído, seguido por el crujido de un golpe metálico y un grito de dolor que resonó en la oscuridad. Odiseo aceleró el paso, impulsado por una mezcla de ansiedad y determinación. Tenía que encontrar a Atenea y Artemisa, no podía dejarlas solas ante un enemigo desconocido.

Al llegar a una sala amplia y cavernosa, la luz tenue de su antorcha se proyectó sobre una escena que lo dejó sin aliento. Atenea y Artemisa, sus rostros cubiertos de sudor y polvo, luchaban contra una horda de criaturas sombrías, los Espectromorfos. Estos seres, de formas amorfas, parecían estar hechos de pura oscuridad, emanando una energía fría y malévola. Sus ojos, como brasas incandescentes, brillaban en la penumbra, iluminando sus formas grotescas, con tentáculos que se extendían como látigos y bocas llenas de dientes afilados.

Atenea, con su escudo reluciente, desvió un ataque de uno de los Espectromorfos, mientras su lanza se movía con precisión mortal, atravesando a otro de los seres oscuros. El sonido del metal contra el tejido oscuro de los Espectromorfos resonaba en la sala, acompañado por el rugido de los seres oscuros que se retiraban, heridos pero no derrotados. Artemisa, con su arcoen mano, disparaba flechas que iluminaban la sala con destellos de luz dorada, alcanzando a los Espectromorfos con precisión despiadada. Las flechas, que parecían arder con una luz sagrada, se clavaban en los seres oscuros, emitiendo un silbido que resonaba en el silencio de la sala.

Odiseo, sintiendo la furia de la batalla y la angustia de las diosas, desenvainó su espada. El metal, pulido por innumerables batallas, brillaba con una luz amenazadora, reflejando la luz tenue de su antorcha.
–"¡Atenea! ¡Artemisa!" –gritó Odiseo, su voz resonando en la sala. -¡Estoy aquí para ayudar!–

Atenea, sin dejar de luchar contra los Espectromorfos, se volvió hacia él con una mirada de reproche. Su rostro, cubierto de sudor, estaba marcado por la preocupación y la furia.

–Odiseo–dijo, su voz llena de reproche. –¿Por qué no obedeciste mis órdenes? Debías haberte quedado en la retaguardia.–

–Lo siento, Atenea– dijo Odiseo, con la voz llena de arrepentimiento. –No pude quedarme de brazos cruzados.–

–No puedes actuar por tu cuenta, Odiseo–dijo Atenea, su tono severo. –Debes confiar en mis órdenes. Tu impulsividad puede ponerte en peligro.–

En ese instante, uno de los Espectromorfos, más rápido que los demás, logró arañar el brazo de Atenea, produciendo un sonido desgarrador. De su herida, brotó un icor dorado, una sustancia divina que parecía brillar en la oscuridad, emanando un calor extraño que la envolvió en un aura de luz.

Atenea, al sentir el dolor y la humillación de la herida, rugió como una leona herida. Su mirada se volvió gélida, sus ojos brillaron con una furia divina, mientras la luz dorada de su icor se intensificaba, envolviéndola en una aura de fuego sagrado. En un abrir y cerrar de ojos, la diosa desencadenó una descarga de energía que hizo retroceder a los Espectromorfos, los envolvió en una luz cegadora y los pulverizó en un instante. La sala quedó en silencio, solo el eco de la furia de Atenea resonaba en el aire, mezclado con el tenue sonido de la lluvia que comenzaba a caer fuera de la cueva.

El precio del Olimpo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora