Capítulo XVIII

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Piezas circulares, cuadradas, triangulares y hexagonales. Un rompecabezas imposible de armar. 

Piezas rotas, afiladas y amorfas. Un rompecabezas que no tiene una solución.

Piezas sobran, y algunas otras faltan. Un rompecabezas que rompe tu pensar.

Los humanos son aquellas piezas. No encajan unas con otras. No están hechos para unirse. No pueden forzarlas a embonar. 

Yo soy una de ellas, y me moldearon hasta que uno de mis bordes se acopló al de otra pieza. 

Una unión así de desastrosa sólo tiene un final: alguna de las dos piezas, termina por quebrarse. 

Quirmizi, ¿por qué has deformado las piezas de tu juego favorito?

Una vez que lo haces, no puedes repararlo.

* * *

La luna resplandecía en lo alto del oscuro cielo. Las estrellas titilaban acompasadas a las lágrimas que mojaban mis mejillas. El frío viento rozaba mi rostro de cuando en cuando. Y el parsimonioso chirriar de los grillos a veces conseguía desprenderme de mis pensamientos.

"Un hilo rojo conecta a aquellos que están destinados a encontrarse, a pesar del tiempo, del lugar, a pesar de las circunstancias; el hilo puede tensarse o enredarse, pero nunca llegará a romperse."

Un simple hilo. No como aquellos que enhebran en una aguja, pero si como cualquier persona carente de la habilidad de observarlo lo imagina. Una simple línea roja que puede recorrer kilómetros, o encogerse hasta convertirse en centímetros. Un lazo que une a dos almas hasta la muerte sin su consentimiento. 

Cuando cumplí los doce años, y dicho hilo se hizo visible para mis ojos, lo primero que intenté fue sujetarlo para sentir su textura y estirarlo para comprobar si realmente poseía las cualidades que la leyenda narraba, pero vaya fue mi sorpresa cuando mis dedos tocaron la nada. El hilo, así tan divino como el mismísimo Quirmizi, era intangible. Aún así las personas podíamos sentirlo, muy arraigado en nuestro ser, pero así era. Una sensación cálida recorría tu cuerpo cuando el lazo destellaba para anunciarte que tu otra mitad estaba cerca, sin embargo, esa emoción se fue transformando en mí hasta convertirse en una huella desagradable; saber que Eduardo estaba cerca de mí era como sentir a un lobo a tus espaldas, te llenas de incertidumbre al no saber si te atacará, o simplemente dará media vuelta y se irá.

Y por eso, aquella gélida noche de invierno, me senté en el alféizar de la ventana, con la mirada clavada en el nuboso cielo y oré al dios que veinte años atrás se burló de mí y me ató a un hombre demente.

—Por favor —susurré con las lágrimas enmarcando mi rostro—. Sólo pido un poco de compasión. Sé que Eduardo no es malo, sólo es un chico desubicado, pero no quiero estar con él. Por favor, si lo haces, no volveré a estar con nadie más. —Limpié una lágrima que resbaló hasta mis labios—. Por favor Quirmizi rompe... 

—No lo hagas —interrumpió una voz detrás de mí—. No hagas algo de lo que te puedas arrepentir después. —Mark se sentó a mi lado en el alféizar de la ventana. El suelo estaba a un escaso metro, pero estar en aquél pueblo, tan alejados de Jorak, me hacía sentir desorbitada y fuera de lugar. Cien centímetros para mí se sentían como cien metros—. Debes meditarlo un poco más.

—¿Más? —Negué por lo bajo—. Llevo ocho años con él, creo que es el tiempo suficiente para tomar una decisión como esta.            

—Emily... —Sujetó mis manos entre las suyas y sonrió apenas perceptiblemente—. Creerás que estoy loco. Dije que te ayudaría a romper tu unión con Eduardo, y ahora parece que estoy evitando que lo hagas. —Soltó una de mis manos para limpiar la lágrima que se deslizaba por mi mejilla derecha—. Pero no confío en las palabras de Moord. 

Legado rojo I: Atada al peligroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora