IV - Los Asesinos

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El joven, siempre protegido por su gran sombrero, siempre apoyándose en el brazo del oficial, siempre enjugando su frente y sus labios con su pañuelo, inmóvil, desde un rincón de la Buytenhoff, perdido en la sombra de un saledizo de una tienda cerrada, contemplaba el espectáculo que le ofrecía aquel populacho furioso, que parecía aproximarse a su desenlace.

— ¡Oh! —le dijo al oficial—. Creo que teníais razón, Van Deken, y que la orden que los señores diputados han firmado es la verdadera sentencia de muerte del señor Corneille. ¿Oís a esa gente? ¡Decididamente, señor coronel, quieren mucho a los señores De Witt!

— En verdad —replicó el oficial— yo nunca he oído clamores parecidos.

— Es de suponer que han hallado la celda de nuestro hombre. ¡Ah! Observad aquella ventana. ¿No es la del aposento donde ha sido encerrado el señor Corneille?

En efecto, un hombre agarraba con ambas manos y sacudía violentamente el enrejado que cerraba la ventana del calabozo de Corneille, y que éste acababa de abandonar no hacía más de diez minutos.

— ¡Eh! ¡Eh! —gritaba aquel hombre—. ¡No está aquí!

— ¿Cómo que no está? —preguntaron desde la calle los que, llegados los últimos, no podían entrar de tan llena como estaba la prisión.

— ¡No! ¡No! —repetía el hombre, furioso—. No está, debe de haber huido.

— ¿Qué dice ese hombre? —preguntó palideciendo Su Alteza.

— ¡Oh, monseñor! Anuncia una noticia que sería muy afortunada si fuese verdad.

— Sí, sin duda, sería una afortunada noticia si fuese verdad —asintió el joven—. Desgraciadamente, no puede serlo.

— Sin embargo, mirad... —señaló el oficial.

En efecto, otros rostros furiosos, gesticulando de cólera, se asomaban a las ventanas gritando:

— ¡Salvado! ¡Evadido! Lo han dejado escapar.

Y el pueblo que quedaba en la calle, repetía con espantosas imprecaciones:

— ¡Salvados! ¡Evadidos! ¡Corramos tras ellos, persigámosles!

— Monseñor, parece que el señor Corneille de Witt se ha salvado realmente —observó el oficial.

— Sí, de la prisión, tal vez —respondió aquél—, pero no de la ciudad; veréis, Van Deken, cómo el pobre hombre hallará cerrada la puerta que él cree encontrar abierta.

— ¿Ha sido dada la orden de cerrar las puertas de la ciudad, monseñor?

— No, no lo creo, ¿quién habría dado esa orden?

— ¡Pues bien! ¿Qué os hace suponer...?

— Existen fatalidades —respondió negligentemente Su Alteza— y los más grandes hombres han caído a veces víctimas de estas fatalidades.

Ante esas palabras, el oficial sintió correr un temblor por su cuerpo, porque comprendió que, de una forma o de otra, el prisionero estaba perdido.

En aquel momento, los rugidos de la muchedumbre estallaban como un trueno, porque quedaba bien demostrado que Corneille de Witt no estaba ya en la prisión.

En efecto, Corneille y Jean, después de haber pasado el vivero, rodaban por la gran calle que conduce a la Tol-Hek, mientras recomendaban al cochero que retardara la andadura de sus caballos para que el paso de su carroza no despertara ninguna sospecha.

Pero llegado a la mitad de esta calle, cuando vio a lo lejos la verja, cuando sintió que dejaba tras él la prisión y la muerte y que tenía delante la vida y la libertad, el cochero olvidó toda precaución y puso la carroza al galope.

El Tulipán Negro - Alexandre DumasWhere stories live. Discover now