VII - Una Desaparición

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Lo que acababa de suceder era, como se supone, la obra diabólica de Mynheer Isaac Boxtel.

Recordamos que con la ayuda de su telescopio, no había perdido un solo detalle de aquella entrevista de Corneille de Witt con su ahijado.

Recordamos que no había oído nada, pero que lo había visto todo.

Recordamos que había adivinado la importancia de los papeles confiados por el Ruart de Pulten a su ahijado, viendo a éste encerrar cuidadosamente el paquete a él entregado en el cajón donde guardaba las cebollas más preciosas.

Resultaba, pues, que cuando Boxtel, que seguía la política con mucha más atención que su vecino Cornelius, supo que Corneille de Witt había sido arrestado como culpable de alta traición hacia los

Estados, pensó que, por su parte, no tendría probablemente más que decir una palabra para hacer arrestar también al ahijado.

Sin embargo, por feliz que se sintiera el corazón de Boxtel, tembló al principio ante la idea de denunciar a un hombre, máxime porque aquella denuncia podía conducirle al patíbulo.

Pero lo terrible de las malas ideas, es que, poco a poco, los malos espíritus se familiarizan con ellas. Por otra parte, Mynheer Isaac Boxtel se envalentonaba con este sofisma:

«Corneille de Witt es un mal ciudadano, ya que es acusado de alta traición y arrestado.»

«Yo soy un buen ciudadano, ya que no soy acusado absolutamente de nada y soy libre como el aire.»

«Ahora bien, si Corneille de Witt es un mal ciudadano, lo cual es cosa cierta, ya que es acusado de alta traición y arrestado, su cómplice, Cornelius van Baerle, no es menos mal ciudadano que él.»

«Así pues, como soy un buen ciudadano, y es deber de los buenos ciudadanos denunciar a los malos ciudadanos, es deber mío, Isaac Boxtel, denunciar a Cornelius van Baerle.»

Pero este razonamiento no hubiera tal vez, por especioso que fuera, adquirido un imperio completo sobre Boxtel, y quizá el envidioso no hubiese cedido al simple deseo de venganza que le roía el corazón, si al unísono del demonio de la envidia no hubiera surgido el demonio de la codicia.

Boxtel no ignoraba hasta qué punto había llegado Van Baerle en su búsqueda del gran tulipán negro.

Por modesto que fuera Cornelius, no había podido ocultar a sus más íntimos que tenía la casi certeza de ganar en el año de gracia de 1673 el premio de cien mil florines instituido por la Sociedad Hortícola de Haarlem.

Y esta casi certeza de Cornelius van Baerle hacía consumir en fiebre a Isaac Boxtel.

Si Cornelius era arrestado, esto ocasionaría evidentemente un gran trastorno en la casa. En la noche que siguiera al arresto, nadie pensaría en vigilar los tulipanes del jardín.

Y en aquella noche, Boxtel saltaría el muro, y como sabía dónde encontrar la cebolla que debía dar el gran tulipán negro, se la llevaría; en lugar de florecer en la casa de Cornelius, el tulipán negro florecería en la suya, y él sería quien consiguiera el premio de los cien mil florines, en vez de Cornelius, sin contar con ese honor supremo de llamar a la nueva flor Tulipa nigra Boxtellensis.

Resultado que satisfacía no solamente su venganza, sino su codicia.

Despierto, no pensaba más que en el gran tulipán negro; dormido, no soñaba más que con él.

Por último, el 19 de agosto, hacia las dos de la tarde, la tentación fue tan fuerte que Mynheer Isaac no pudo resistirla más tiempo.

En consecuencia, envió una denuncia anónima, la cual reemplazaba la autenticidad por la precisión, y la echó al correo.

El Tulipán Negro - Alexandre DumasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora