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El barrio de Santa Ana era a comienzos de los años setenta un lugar donde la clase media acomodada buscaba expandir la ciudad de Bogotá hacia los suburbios del norte. Con grandes zonas despobladas y potreros baldíos a su alrededor, el barrio fue sin embargo creciendo lentamente hasta convertirse en dos barrios diferentes: Santa Ana Oriental, en la parte alta de la carrera séptima, colindando con las montañas, donde se construyeron grandes mansiones y edificaciones suntuosas, y Santa Ana Occidental, en la parte baja de la carrera séptima, que terminó siendo un barrio de una clase media inclinada a la rutina, el arribismo y la mediocridad. El caño que bajaba de las montañas por la diagonal Ciento Ocho trazaba a su vez una linea divisoria entre Santa Ana Occidental y el barrio Francisco Miranda, que alberga en una de sus calles la llamada Cuadra China, sitio donde familias humildes de jardineros y albañiles abrieron abrieron tiendas y minimercados para aumentar sus ingresos mensuales. Los hijos de esas familias  eran muchachos que asistían a escuelas publicas, rudos, toscos, dados a probar su hombría a golpes, que crecían sin autoridad y sin ley. Sobra decir que nosotros, los muchachos de la clase media, teníamos que ir a comprar legumbres, frutas, huevos, pan, cigarrillos y refrescos a la Cuadra China, y nos veíamos entonces en la penosa situación de ser blanco de las burlas y provocaciones de esos jóvenes que nos odiaban por nuestra posición social y nuestra forma correcta de pronunciar las palabras.

Mi caso, para ser sincero, era bastante patético. A los seis años de edad había sufrido una apendicitis que degeneró en una peritonitis. La infección se extendió a gran velocidad y alcanzó a mostrar asomos de gangrena en las regiones cercanas al peritoneo. Otro inconveniente fue que la fistula producto de la cirugía había quedado abierta y no cerraba correctamente. Así las cosas, permanecí siete meses en la clínica,y, luego de una reunión general, los médicos de la institución decidieron declararme como <paciente desahuciado> es decir, como un enfermo cuya muerte era cuestión de horas. Recuerdo el instante exacto, a la caída de la tarde, cuando el sacerdote entró con la Biblia en la mano para orar conmigo  y darme la extremaunción. Una enfermera perteneciente a laguna orden religiosa lo acompañaba,y, al ver mi cara de sorpresa e ingenuidad no pudo evitar un llanto de triste y nostálgico. Tal vez lloraba por ese hijo que nunca tuvo, por ese hogar que nunca construyó. Acaso sus lagrimas indicaban que por debajo de los hábitos religiosos la voz de la naturaleza le recordaba, sin que ella lo pudiera evitar, su vocación de madre.

-¿Qué sucede? - pregunté con voz ahogada.

-Tranquilo, mi amor, vamos a rezar por ti- me contestó la hermana con dos lagrimones a punto de caer de sus ojos.

-¿Y me voy a mejorar?

-Solo Dios  lo sabe, corazón-afirmó la religiosa.

-Y si Dios es tan bueno, ¿por qué no me deja aquí?

-No sé, mi amor... Él es el padre Alberto y va a orar por ti... Tienes que tener fe...

El sacerdote me dio el famoso sacramento de los enfermos y permitió entonces la entrada de mis padres, que habían permanecido destrozados en una sala de espera del corredor, muy cerca de mi habitación. La inminencia de mi muerte los afectaba de manera brutal puesto que habían perdido ya una hija, la mayor, que había nacido estrangulada por el cordón umbilical.

Esa misma noche mi padre se rebeló ante la situación de impotencia desesperada que lo embargaba y decidió hablar con el médico encargado para tomar al mando la situación. Como profesor universitario de Biología y Medicina Veterinaria tenía conocimiento en la materia.

-No puedo quedarme cruzado de brazos mientras mi hijo se muere- le dijo al médico que me atendía.

-¿Y qué piensa hacer?

- Voy a triplicar la dosis de penicilina.

-El cuerpo del pequeño no va a resistir. Lo va a matar.

Relato de un asesino o El viaje del loco TafurWhere stories live. Discover now