Boceto

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El proceso era lento, cuidado, pensado. Bocetar la idea en una hoja cualquiera, transcribirla al papel principal, no era algo sencillo de hacer. Había siempre un momento y un lugar específico para forjarlo. Amaba sentarse a trabajar de noche, en la quietud de la misma, con su soliloquio obsesivo, sus reproches y preguntas retóricas.
Cuando comenzó a trazar los rasgos del muchacho, una emoción se arraigó en su pecho, siempre la sentía cuando iniciaba una nueva pintura, pero esta vez había algo distinto. No pudo darle nombre pero comprendía que nunca antes había sentido "eso" pese a dibujar siempre sobre lo mismo.
Le delineó el cuerpo, el rostro en proporciones perfectas, y las manos, que siempre le habían supuesto un desafío, no le supusieron un mayor trabajo como esos pequeñitos pies que ansiaba retratar con notable esmero.
¿Por qué el modelo inexistente de sus pinturas tenía el mismo rostro? Una y otra vez... una y otra vez. Cientos, doscientos, trescientos bosquejos que mostraban al mismo sujeto, que al igual que él, no tenía nombre.
...
Ese individuo con rostro, sin nombre, se colaba en las noches de infinita soledad, acunándolo en sus brazos, susurrándole palabras de consuelo, custodiándolo. No existía; más para su creador era real, tan real como sus manos. Sus propias manos, creadoras de aquellas pinturas.
Si eran buenas o no, no le afectaba, él vivía simplemente para dibujar, para crear con sus dedos, para trazar y narrar historias a través de una simple imagen.
Imagen que siempre era la misma. Podía cambiar el escenario, la expresión en su rostro, la ropa, el tiempo, pero nunca la persona.
"Él", quien le hacía compañía, quien aguardaba por su presencia, todas las madrugadas, para seguir trabajando con afán y darle vida. Al menos en su mente y en el papel.
...
Nunca estaba conforme con los resultados finales de sus trabajos. Acababa con uno y esa sensación agobiante se anidaba en su espíritu amenazando con no abandonarlo, arrastrándolo a intentar hacer otro cuadro, mucho más excelso que el anterior. Sin alcanzar a apreciar la superación.
¿Por qué no podía plasmar las ideas como él las podía ver en su prodigiosa imaginación? ¿Por qué le significaba un esfuerzo magnánimo expresar eso que guardaba en el corazón, que con nitidez cobraba forma en él, tanto, que hasta podía tocarlo con las yemas de sus dedos?
Las pocas personas que juzgaban sus pinturas decían que eran buenas, muy humanas, o sublimes, pero para ese hombre, autor de las obras, dejaban mucho que desear.
¡Es que la gente no comprendía, no alcanzaba a ver la idea original que él guardaba receloso en su interior! No había punto de comparación.
Le faltaba el color de la piel, de un claro vívido, tangible, puro. Imperecedero y perenne en la lámina. Nunca envejecería; las arrugas no cubrirían esa piel, tan castaña como la menuda cabellera.
...
Una vez hallado el color ideal que cubriría el cuerpo desnudo del sujeto, sintió que lo había logrado. Por fin el trabajo estaba completo, acabado frente a sus ojos... Uno más; pero éste lo juzgó disímil al resto.
El pintor se enamoró de aquel muchacho con luceros de color azul. De cada trazo, de cada línea que componía su faz, su anatomía masculina; con tanta claridad como lo había contemplado en sus quimeras y en su cabeza, cuando lo soñaba despierto.
Sintió unas arrolladoras ansias de soltar esas lágrimas que llevaba atoradas en su ánima desde que no recordaba. Posar los dedos sobre la fría y áspera hoja, sin alcanzar, sin poder palparlo, sin conseguir acariciarlo. Se contentaba al menos con confesarle sus miedos, sus caprichos, con llorarle en silencio aun sabiendo que en la vida escucharía su verdadera voz, porque para él no la tenía.
Era perfecto, no porque su trabajo en sí lo fuese, si no debido a ese individuo retratado, que, sencillamente, lo era.
...
Su voz... un débil susurro que se coló en el viento, que sirvió para despertarlo de aquel letargo; que trepó por su cama hasta hacer nido en su colchón. Allí estaba "él" quien no tenía identidad, pero a su vez, lo era todo para el pintor.
Le sonrió, extendió la mano y tocó la clara piel, deleitándose con el efímero contacto. Y esa sonrisa, la expresión más compasiva y hermosa que jamás había tenido la fortuna de presenciar.
Su propio nombre, prendido de los labios...
"Harry"
Nunca lo había escuchado, más no le interesaba lo que dijese... simplemente que hablase. ¡Que hablase toda la noche de ser posible! Ahora que podía, ahora que lo tenía con él, que había saltado de la hoja, cobrando forma, lo quiso para él... por siempre.
...
Le hizo el amor, como en sus sueños había fantaseado. Se lo volvió a hacer, reiteradas veces, hasta creer desfallecer.
Dicen —algunos pusilánimes— que no se puede hacer el amor, como no se puede hacer el odio. Pero para el joven pintor aquello era innegable, una materialización de sus fantasías frustradas, de sus ideas, de sus sentimientos que guardaba con tesón en lo más profundo de su espíritu y que sólo su obra, ese muchacho de color claro, conocía.
Él sí sabía porque lloraba cuando lo hacía. Y su sonrisa le daba sosiego a su agitado corazón. Le daba la paz que ninguna otra cosa, que se empecinaban en darle para "curarlo", lograba.
Loco. Eso era lo que decían de él. No le interesaba.
Lo tenía a "él", consigo.
Tenía que buscar un nombre, debía darle uno, pero por alguna extraña razón jamás pudo bautizarlo, como si ninguno de los que existían previamente en la Tierra fuese adecuado o inigualable para el muchacho; como si ya existiese uno para él y tan sólo no lograba hallarlo.
Era desesperante, quería pronunciarlo, quería escucharlo de sus propios labios, pero simplemente no tenía... no encontraba el adecuado.
...
Siempre era igual: gritos, llantos, suplicios. Pese a que la noche era tranquila en comparación al día, aquel sitio nunca dormía. Eso el joven paciente lo sabía muy bien. La mirada interrogante del hombre que portaba una bata, garabateando en una hoja y jugando con la lapicera.
El grupo de estudiantes detrás de él.
Silencio.
La puerta cerrándose con un estruendoso sonido aturdidor, la traba siendo puesta y otra vez solo encerrado entre esas heladas paredes blancas; solo con sus cuadros, con las hojas alfombrando el suelo.

Ojos de Papel || Larry StylinsonKde žijí příběhy. Začni objevovat