De vuelta a casa

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Cuando Wybie volvió a abrir los ojos, el espacio que le rodeaba ya no era un llano carente de color en el cielo.

Ni siquiera le rodeaba la multitud de árboles que parecían apuntar hacia, donde se suponía, debían estar las estrellas; en su lugar, el aire soplaba con suavidad, removiéndole el cabello, haciéndole entrecerrar los ojos.

Observó su alrededor, claramente desorientado. Todo parecía estar en su lugar: sus libros hechos una pila en una esquina, fotografías pegadas contra la pared, sus botas llenas de lodo a los pies de su cama. La máscara yacía en su mesilla de noche, gélida y sin rastros de haber sido tomada durante la noche. ¿En verdad aquella pesadilla no había sido más que un sueño?

Se levantó levemente de la cama, que rechinó por debajo del peso, y sus pies colgaron a milímetros del suelo. La mirada de Wybie no dejaba de contemplar su habitación, de mirar a través de la ventana, para reiterar que en lo que se encontraba era su realidad y no aquella que el monstruo llamado Bemus había manufacturado para ellos.

Por fin tomó la iniciativa; sus pies cayeron contra el frío suelo de madera, caminó a paso apesadumbrado hacia la pared donde se encontraban las fotografías: insectos de todo tipo, neblina flotando hacia un cielo frívolo, y entre todos esos recuerdos, encontró lo que inconscientemente estaba buscando.

El rostro de Coraline apareció de repente, sonriente.

Los dedos del muchacho rozaron el papel fotográfico con la punta de los dedos, conteniendo el aliento; había tomado esa fotografía después del incidente con la bruja, la peliazul había organizado una especie de comida por detrás del Palacio Rosa, invitando a todos los vecinos.

En conjunto, habían explicado la situación de la hermana perdida a abuela. No había sido fácil, entre ambos existían momentos de silencio en que eran conscientes del peligro que habían corrido, y por supuesto, Wybie asumió su actitud irresponsable y grosera conforme a la petición de ayuda que Coraline le pidió en tiempos de crisis.

Aun así Coraline había sonreído para la fotografía, olvidando, de alguna forma, la desconsideración de su amigo. Pero lo comprendía: ambos habían tenido miedo, no comprendían del todo lo que estaba pasando.

Wybie le prometió que no volvería a pasar.

Se alejó de la pared, respirando profundamente. Le dio la espalda, apresurándose para vestirse. Lo último que tomó fue su máscara sobre la mesilla de noche, antes de salir corriendo a tanteos por las escaleras, cuidando de no despertar a su abuela, si es que ella se encontraba ahí.

En la cocina, podía escucharse el suave susurro de las aves cantar al otro lado del cristal.

Abrió la puerta de entrada con cuidado. Afuera, la niebla se expandía por el suelo, elevándose hacia el cielo, del cual a lo lejos podía vislumbrarse el contorno de un amanecer próximo, pero no perdió tiempo: tomó la bicicleta, que se encontraba tirada frente al alféizar, se montó con torpeza y a continuación pedaleo con fuerza para ir aproximándose poco a poco a el Palacio Rosa, el hogar de Coraline Jones. La chica que posiblemente le había salvado la vida.

Las llantas se resbalaban a causa de la tierra húmeda, y estuvo a punto de chocar contra un arbusto, pero no dejó que esto amainara la velocidad de su bicicleta.

Al llegar a su destino, dejó caer el transporte al pasto de un golpe seco, y corrió inmediatamente hacia el recibidor de la mansión, donde tocó con los nudillos dos huecos golpes: la señal en que necesitaba que Coraline abriera la puerta. Esperó lo que parecían ser los segundos más eternos de su corta vida, llevándose las manos a lo profundo de los bolsillos de su gabardina.

El corazón le latía con tal fuerza que temía de un momento a otro quedarse sin respiración. Inhaló profundamente: sus latidos no cesaban, pero al menos tenía que fingir —con un rostro aniñado atestado de sonrojo en las mejillas— que todo estaba bien. Que el mundo, aquel bosque, había sido no más que una pesadilla sin sentido. Coraline le abriría la puerta, cruzándose de brazos mientras lo observaría con los labios fruncidos, y soltando una pregunta sarcástica.

Siguió esperando.

Hasta que la puerta de la mansión abrió, rompiendo el silencio de la madrugada, Wybie aferró los dedos contra la tela de su chaqueta, esperando parecer lo más tranquilo posible; de la sombra del recibidor surgió una delgada sombra, que fue convirtiéndose en el cuerpo entero de una niña peliazul.

«Entonces fue sólo eso», pensó Wybie Lovat, absteniéndose a suspirar, «una pesadilla».

Coraline lo miró con la cabeza ladeada, su cabello estaba revuelto y en puntas, y aun portaba su pijama naranja. No se veía contenta, pero tampoco sus ojos destacaban una mirada furibunda. A decir verdad, Wybie casi se echaba a llorar al reiterar que los cuencos de la niña seguían enteros, sin ninguna extirpación ni rastros de un par de botones.

Antes de que ella pudiera hablar, Wybie la estrechó en un abrazo, echándose a llorar repentinamente, mientras su corazón —asustado y perdido—  solapaba en el desemboque de emociones encontradas. Nunca se había imaginado estar tan aliviado por ver a esa chica ahí, frente a él, mirándolo con el ceño fruncido, mientras el chico seguía llorando desconsoladamente.

O eso fue hasta que una de sus manos atravesó de repente el cuerpo transparente de Coraline Jones.

Mystery Kids: Argus Where stories live. Discover now