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Aquella noche sí cenaron en el hotel. Un camarero les guió amablemente hasta una mesa para dos alejada del resto, junto a una ventana con vistas al precioso patio tapizado de hierba verde iluminado con elegantes farolillos. Se sentaron el uno en frente del otro. Irene se centró en leer la carta mientras Marc la observaba con preocupación. Desde que le había confesado que mañana iba a ser su último día en Tenerife, la pelirroja se había vuelto taciturna y silenciosa.

—Irene, ¿estás bien? —preguntó Marc, tratando de sacarla de ese bucle mental en el que llevaba metida durante como mínimo un par de horas.

Ella le miró durante un segundo y después le devolvió toda su atención a la carta.

—Sí, es sólo que tengo... Hambre —respondió la doctora con cierta indiferencia.

—No es verdad, dime qué te pasa —insistió Marc poniéndose serio.

Entonces se miraron a los ojos y la pelirroja sintió eso que le llevaba a plantearse la posibilidad de que hubiese metido la pata hasta el fondo al dejarse seducir por aquel hombre.

—Me pasa que no me fío de ti, Marc. Que mañana tendré que hacer las maletas para volver a la realidad. Que esto quedará en el olvido. Eso me pasa —zanjó ella.

—¿No te fías de mí? —preguntó él indignado—. ¿Y yo tengo que fiarme de ti?

—¿Pero qué pregunta es esa? —dijo Irene empezando a subir el volumen de la voz.

—Pues la misma que me has hecho a mí. Mira, Irene, si crees que he ido a aprovecharme de ti, estás muy equivocada. Ha surgido así, somos dos personas adultas en pleno uso de sus facultades y yo no te he obligado a hacer nada que no quieras hacer —dijo Marc.

Entonces él se levantó de la mesa y se puso su americana, dispuesto a marcharse.

—¿Dónde vas? —preguntó Irene sorprendida por aquella reacción.

—A dormir, se me ha quitado el hambre.

Irene lo vio caminar hacia la salida del comedor hasta que desapareció. No se creía lo que acababa de ocurrir. Quizá no debía de haberse sincerado así, tan bruscamente.

Lo cierto era que sentía cosas y estaba aterrorizada. Y tenía pavor ante la posibilidad de que Marc la estuviese utilizando para tener sexo, sobre todo porque para ella había significado mucho más (muy a su pesar).

Al final la doctora había llegado a la conclusión de que lo mejor era olvidar todo aquello y recuperar su vida como si nada hubiese sucedido. Pues su raciocinio le decía que no podía salir nada bueno de acostarse con un hombre a los tres días de conocerlo a nosecuántos mil kilómetros de su casa. Eso era lo que era: un "amor de verano" al más puro estilo Grease.

Punto.

Se levantó de la mesa y ante la atónita mirada del camarero, que ya llevaba las bebidas en la bandeja, abandonó el comedor al igual que había hecho Marc minutos antes.

A Irene también se le había quitado el hambre.

Subió a su habitación con el estómago revuelto. Se dejó caer sobre la cama y cerró los ojos. Lagrimeó de manera casi imperceptible, como si no quisiera que se enterasen las paredes de que estaba llorando amargamente. Cuando pensó que podía marchar la almohada con la sombra de ojos verde mezclada con sus lágrimas, se levantó de la cama y fue al baño para enjuagarse los ojos con agua fría.

De vuelta a la cama vio algo en el suelo. Arrugó las cejas, extrañada y se agachó a recoger lo que parecía un trozo de papel que había junto a la puerta de entrada.

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