Capítulo Uno

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—Te lo he dicho; siempre estás igual. No prestas la más mínima atención... ¿cómo quieres ganarme ni una partida así?

Balanceó su reina negra en el tablero, pasándola sobre mi alfil, y derribó este de un sonido seco. Un solo movimiento y la pieza de madera golpeó la tablilla, camuflada, teñida de cuadrados negros y blancos complementados de manera hipnótica. Poc. Susurraba tantas vocales en silencio que jamás había estado callado del todo. Hablaba, y hablaba, y hablaba todo el tiempo. Su presencia era ruido, miedo y opresión. Solamente quedaban nueve piezas en el tablero; ocho suyas y mi rey.

Y mi rey.

—Jaque Mate otra vez, ¿quieres la revancha?

—Me he cansado de jugar.

Arrastré mis calcetines grises por las baldosas claras del suelo, y me dejé caer en el duro colchón. Aún estaba húmedo y olía a orina, faltaban un par de horas para el desayuno y la revisión de la loca de la enfermera. Loca, loca, loca todo el tiempo. Loca. Todavía de espaldas pude notar cómo sus ojos negros carbón recorrían mis vértebras, y luego el tablero, y luego las fichas que yo misma había tirado al suelo minutos atrás. Qué miras, qué haces, qué piensas. Qué. Apoyé la frente en el cristal y suspiré sonoramente. Cállate. No. Cállate. No. Queriendo hacer que callara un rato y desapareciera como hacía a veces. Cállate. No. ¿Quién sabe dónde se metía cuando solo escuchaba sin percibir presencia? ¿Dónde estaba tantas veces, y otras tantas no, y siempre? Tan fuerte solté el aire que pudo oírme la señora Josefina, la mujer de la habitación de al lado.

Josefina, Josefina, escuche usted mi locura. Dicen que mejoro, ¿ha oído? ¡Mejoro! ¿Podrá usted creerlo, señora Josefina? Casi habría podido oírme sin colocarse siquiera el sonotone, señora. ¡Qué duro es que la encierren aquí conmigo, presumiendo usted de cordura inaudita!

Me ha gritado tantas veces que soy peligrosa que casi sería un peligro no serlo.

—¿Cuándo van a darnos el permiso de la sala de la tele?

Todos estamos locos, Josefina. Todos. Nadie puede salvarse. Nadie, nadie, nadie.

—¿Cuándo van a darnos el permiso de la sala de la tele?

—No lo sé, te he dicho. No lo sé.

Paseé la vista cansada por el jardín repleto de matorrales y margaritas. Un círculo de piedras en medio del patio. Como aliens. Vienen aliens. Te lo dije, que me acuerdo. Te lo dije cuatro veces. Cállate. No. Cállate. No.

El sol bañaba el césped de sombras y destellos. No eran aún las seis y media, pero para mí el día había comenzado hacía más de veinte minutos. Más de veinte minutos, más. Su mirada sostenía mis músculos dorsales, que contracturados y notorios se difuminaban tras el camisón que recibí el primer día que me ingresaron aquí. Era igualito, igualito al mío. I-gua-li-to.

—¿Nunca vas a dejar de mirarme, verdad? Me mirarás hasta el mismísimo día que me muera.

Asintió con la cabeza, y lo supe sin mirar.

—Márchate, no me cansaré de repetírtelo; márchate con ella. Ya no te quiero.

—Ella no está, ¿no te enteras? No está ni estará nunca más.

—¡Me da lo mismo! ¡Márchate Héctor! ¡No quiero verte más por aquí! ¡Vete!

Una presión insoportable se apoderó de mi cráneo, estrujando la parte frontal de mi cerebro contra el hueso. Volvía de nuevo. Gritaba que no. Los mocos y las lágrimas robaban protagonismo, mientras yo trataba de no levantar las uñas con las que amarraba la sábana y clavarlas en cualquier otra parte.

Porque esa sábana también estaba ahí. Y todo, todo era real.

Su silencio penetraba en mis tímpanos, volviéndome loca, loca de remate, pero las voces no cesaban nunca. Estaba callado, lo estaba y lo sabía... pero él no era mi única voz. No existía para nadie menos para mí. No callaba. Callaba y aún sonaba. Cállate, cállate, cállate. No.

Para mí era más real que yo misma. Siempre.

—Estás aquí para matarme... estás aquí para hacer de mi vida un infierno...

Lloré y chillé hasta que una enfermera de la planta irrumpió en la sala. No me sabía su nombre como no me sabía el de ninguna otra, cada día parecía venir una diferente con el mismo aspecto que la anterior. Héctor no se movía, nunca solía moverse. Se sentaba en el taburete y me miraba. Me miraba sufrir. Me hablaba de Ana. Me hablaba de ella todo el tiempo. Me decía que todo había sido culpa mía. Me decía que estaba condenada a soñarla de por vida. Me decía que la quiso más que a mí, y que yo también la quería. Golpeé mi frente contra el cristal repetidas veces, intentando que la presión y su silencio cesaran. ¡No callaba! ¡No lo hacía! ¡No sabía dónde estaba! No podía romper ese cristal, al igual que tampoco podía salir nunca por la puerta por la que todo el mundo parecía poder entrar. La ventana tenía un tope, y las luces no se podían encender a partir de las doce de la noche. Estaba atrapada, a oscuras y sin aire.

Y cabía tanto grito en mis oídos.

La señora Josefina comenzó a dar golpes a la pared, como solía darles siempre que yo chillaba. ¿Ahora me oye, señora Josefina? ¿Sigue usted tan cuerda como ayer?

Responda, responda. Responda Josefina. ¿Cuántas pastillas le han retirado?

La enfermera volvió a pincharme en el brazo izquierdo, en la misma marca que cada día, mientras yo me retorcía por el mismo dolor y suplicaba auxilio. Esos eran los únicos momentos en los que Héctor callaba del día. Esos eran los únicos momentos en los que no me hacían falta sus palabras. No.

—Mónica, respira —me ordenó—. No pasa nada. Las sombras no están, Héctor no está. Respira y túmbate, ¿todo bien?

Asentí con la cabeza y me deje acunar despacio, hasta que mis hombros tocaron de nuevo el duro colchón. La enfermera me arropó hasta el cuello y me apartó el pelo de la cara. Sacó una linterna de su bolsillo y me apuntó con la luz en las pupilas.

—¿Mejor? —preguntó, comprobando que todo seguía en orden.

—Sí.

Levantó mis manos inertes y comprobó mis uñas. Buscó marcas entre la piel. Buscó heridas y moratones. Un mordisco nuevo en el brazo izquierdo provocó que frunciera el ceño, y ese gesto me hizo replantearme si no me había visitado ya antes.

—¿Y Héctor?

—Allí.

Señalé con la barbilla, no me encontraba con fuerza suficiente para levantar ningún brazo, hacia la esquina donde se hallaba sentado sobre la silla de tijera, aún con la mesita y el tablón del ajedrez. Todas las piezas por el suelo.

—¿Habla? —preguntó la enfermera.

—¿Hablo?

—No.

—Genial —respondieron al unísono, en un susurro que sonó demasiado lejano—. ¿Adónde mira?

—Al suelo—mentí.

—¿Y qué hay en el suelo?

—Piezas de ajedrez.

—¿Hay sombras? —preguntó.

No, no, no, no, no, no, no, no.

—Solo por la noche.

Cerré los ojos y dejé que la sustancia que ahora circulaba por las venas de mi cuerpo me inundara la boca del sabor ácido y metálico que tanto me gustaba. Sabía a paz y limón con hierro. El cosquilleo perduró hasta que la enfermera me hubo dejado tranquila. Entorné mis ojos hacia el techo blanco y vacío, y más tarde pensé en una ventana allí colocada. Ese techo había estado siempre demasiado solo, y en esta habitación sobraba gente y faltaba vida.

—¿Cuándo va a venir Ana?

—No lo sé, Héctor.

No.

—¿Cuándo va a venir Ana?

—No lo sé, Héctor.

—¿Aún no?

PESADILLAS ENTRE SÁBANASWhere stories live. Discover now