Capítulo III: Una confesión que cambió la estrategia

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 El infierno puede adoptar muchas formas. Piense en mí como en una de ellas.

— John Katzebach, "El psicoanalista"

En lo alto del monte Olimpo los dioses se encontraban reunidos regocijándose por el regreso de Ariadne. En lo más alto del mundo se celebraba una fiesta de inmortales donde abundaba el néctar y la ambrosía, la lírica y poesía, la belleza y la arquería, la guerra y la filosofía. Pero en aquel ruido creado por las carcajadas, un rostro se encontraba serio. Atenea se puso de pie con un único y grácil movimiento captando la atención de todos, quienes detuvieron su festín y, diciendo las mismas palabras que solo un instante su hija había pronunciado, inició su discurso hacia los Olímpicos.

— Tiempo es algo que no tenemos. Esta felicidad desbordante no tiene lugar en este instante. Sobre la tierra se cierne una sombra oscura y siniestra.

La felicidad y sonrisas abandonaron el rostro de los dioses y la gran mesa del festín desapareció para dar paso al salón de la corte. Cada uno de los dioses se encontraba sentado en su trono decorado con los motivos representativos de cada uno. Todos tenían aquel brillo deslumbrante en la piel y su perfección simétrica no ayudaba a verlos de manera más humana. Atenea seguía de pie y con cada una de sus palabras solo mostraba aplomo, precaución y erudición, claramente digno de la diosa de la sabiduría.

—Cuando Helios vuelva a alzar el sol por la mañana, la última gema en el trono se sentará y el ciclo de las doce se sellará. Sabemos lo que significa y debemos prepararnos para la oscuridad.

Una ola de murmullos inundó el salón, la euforia casi palpable que inundaba el lugar se esfumó. Los miembros de la corte Olímpica intercambiaron miradas, de cierto modo expectantes de lo que Zeus pudiera decir. La reacción del dios de dioses decidiría el desarrollo de la siguiente posible disputa.

—El zafiro ha superado cada obstáculo fuera de nuestra jurisdicción. Debo recordarte que hemos interferido demasiado al involucrarnos en asuntos de la jerarquía angelical. Ángeles y paganos no deben mezclarse. Nosotros solo podemos brindarle socorro a nuestra gema si ella libremente ha elegido la guerra.

—Zeus tiene razón. —Coincidió Artemisa. —Si de gemas se trata la realidad se vuelve inestable y no podemos permitirnos arriesgar más de lo que tenemos.

—El zafiro contará con nuestra bendición en su reinado, pero debe ser ella quien defina su valor. —La voz de Ares se escuchó por primera vez y atrajo la vista de todos. Decidió ignorarlos y beber un poco de ambrosía.

Los ojos grises de la diosa de la sabiduría viajaban del rostro de Ares al de Afrodita. —Vuestra hija fue también una gema y os ayudé a cuidar de ella.

—Y eso llevó al rubí a la purificación. —La voz de Afrodita se escuchó llena de firmeza.— No permitiré que ángel o pagano hieran a otra de las gemas, pero Ariadne debe elegir su posición en este juego.—La diosa del amor era una de los pocos olímpicos que se refería al zafiro por su nombre y al hacerlo un sutil brillo se apoderó de su mirada. Era casi tierno el modo en que pronunciaba el nombre de la joven.—Tu más que nadie entiende esta guerra, pues fuiste tú quien la comparó con el ajedrez. Nosotros tenemos a nuestra reina que si bien es la pieza con más poder ...

—Es el rey a quien debes vencer. —Sentenció Atenea suspirando por sentirse presa de sus propias palabras.

— El consejo ha hablado. —Afirmó el dios del trueno dando un golpe al apoya brazos de su trono. —El zafiro debe alumbrar su camino, solo así podremos seguirlo.

Mientras que la reunión de los dioses se daba por concluida Ariadne no podía dormir. La cama era suave al igual que las almohadas, pero su insomnio no radicaba en la habitación, sino en su mente. Cada que cerraba los ojos podía sentir el tacto de manos ásperas, recordaba las risas de sus captores al verla reducida a cardenales y cortes. Tomó la sabana en un puño y empezó a llorar. Quería gritar y romper todo lo que se veía bien. Sentía celos de cómo se veían los jarrones, tan brillantes y sin una sola rajadura. Cómo era que algo tan frágil como la porcelana estuviera tan bien y ella tan rota. Estaba por tomar una de las almohadas y tirarla lejos, tomar esos jarrones y hacerlos chocar contra las paredes hasta que de ellos solo quedasen esquirlas pequeñas cuando sintió un hueco en la poca del estómago y la vista se le opacaba. Normalmente solo hablaba con su madre mediante sueños por lo cual supuso que ella estaba tratando de contactarla por los mismo. Tomó aliento y cerró los ojos, tratando de ignorar todos los recuerdos de su infierno personal y centrándose en algo a la distancia: su madre adoptiva.

Sombra de Zafiro: La última gemaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora