Capítulo IV: Rojo, dorado y verde

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León y yo éramos prácticamente vecinos, nuestras casas estaban una frente a la otra y así fue desde que tengo uso de razón. Hemos crecido viéndonos la cara desde la alborada hasta el anochecer. Sé que se cagó en los pantalones en el kínder y sé que le tiene miedo a las arañas, sé que me daría un riñón y sé que yo se lo daría también. León no es sólo mi mejor amigo, es mi hermano.

Escuché el sonido de la bocina desde mi habitación. De algún modo convenció a su padre de que le prestara el auto, o al menos quiero creer que así fue... Abroché el último botón de mi camisa, me rocié un poco más de perfume y salí.

Sentada en el asiento del copiloto, Lydia estaba junto a él. Como las estrellas en el cielo despejado, sus ojos cafés brillan con alegría; sonríe con gracia haciendo que se marquen un par de hoyuelos en sus mejillas y sus dientes se asoman como perlas blancas. Sin lugar a dudas, ese rostro inocente y delicado es de las cosas más maravillosas de ver.

Nuestra historia junto a la adorable Lydia tiene sus orígenes en la primaria. Nos convertimos en tres contra nuestra voluntad. Básicamente, fuimos invadidos por una perturbadora presencia femenina que se adhirió a nosotros con la persistencia de cien ventanas emergentes en el navegador.

Esta rara niña de cabello corto y coletas, prefería jugar a las cartas de "Yu-Gi-Oh!"[1] con nosotros, antes que jugar a las muñecas con las otras niñas; disfrutaba tanto de los videojuegos que ni siquiera le molestaba perder todo el tiempo; parecía la más feliz del mundo cuando pateaba la pelota con la fuerza de un búfalo, esperando anotar un gol. Poco a poco se involucraba en nuestras actividades diarias, hasta que terminamos por aceptarla.

Este último error, fue el más grande y el más lamentable. Su versatilidad previa fue solo una fachada para ganar nuestra confianza, y una vez que lo logró, de pronto nos vimos envueltos en sus juegos. Ella era la princesa y nosotros sus fieles escuderos; ella era la pastelera más famosa del mundo y nosotros sus lavaplatos; ella era la mamá, León el papá y yo el hijo; a veces al revés. Esto último se volvió un problema, ya que además de vergonzoso, asumir el rol de "padre" suponía estar enamorado de Lydia.

Una vez, cuando teníamos nueve años, un chico de la clase decapitó de manera cruel y arrogante la muñeca favorita de Lydia, pero no supimos de esto sino hasta ese día por la noche, cuando nos quedamos a dormir en su casa y al verse sin su más preciada joya, rompió en llanto. Jamás imaginé que tales cantidades de agua pudiesen desbordar de esos pequeños e hinchados ojos y entonces, sentí una especie de dolor. León permaneció silencioso y algo perturbado. Era la reacción de un par de caballeros sumidos en la deshonra que habían fallado en la única misión que se les había asignado, y para la cual se habían capacitado por años: proteger a la princesa. Desde luego, debíamos hacer algo por nuestro honor y el de Lydia, pero dado que el niño que había cometido tal atrocidad, tenía la fuerza y la altura de diez caballeros del reino, optamos por juntar nuestros ahorros y comprarle otra muñeca en vez de declararle la guerra.

Prácticamente, Lydia era nuestra hermana. Pese a notar sus atributos femeninos que le favorecieron más y más con el tiempo, cualquier relación romántica entre alguno de nosotros y ella, sería visto como una pura manifestación incestuosa. Sin embargo, debido a la naturaleza de León de intentar tirarse a todo aquello con falda y debido a mi vulnerabilidad humana, hicimos un pacto que implica nunca involucrarnos con la princesa.

—¿Por qué estamos escuchando Karma Chameleon otra vez?

El sonido de la armónica ya estaba impregnado en mi cabeza junto con aquel pegajoso estribillo. Se trataba de la canción favorita de Lydia que nos obligaba a escuchar cada vez que tenía oportunidad.

—Porque gané en piedra, papel y tijeras. Tres de tres.

—¿En serio? ¿Ni siquiera en eso puedes vencerla?

Un suicido casi perfectoOnde histórias criam vida. Descubra agora