Capítulo 3

687 36 0
                                    


Capítulo 3

APENAS había salido por la puerta del hotel del Gran Canal cuando se vieron asaltados por una nube de paparazis. Un reportero le puso a Esteban un micrófono delante.

–Señor San Román, la noticia de su compromiso e inminente matrimonio con la señorita Sommerville nos ha pillado a todos por sorpresa. Debe haber llevado su relación muy en secreto. ¿Tiene algún comentario que hacer acerca de su romance?

Esteban esbozó una sonrisa de oreja a oreja, pero María se dio cuenta de que, por dentro, estaba apretando los dientes, muy enfadado.

–La señorita Sommerville y yo nos conocemos desde hace años. Su familia y la mía mantienen una vieja amistad. Al final, hemos decidido ser algo más que amigos y tenemos pensado casarnos el mes que viene. Ahora, por favor, si son tan amables, nos gustaría poder celebrar nuestro compromiso en privado.

Uno de los periodistas más veteranos se acercó a María y le puso su micrófono en la boca, antes de que Esteban pudiera impedírselo.

–Señorita Sommerville, usted tuvo una aventura amorosa hace unos meses con Richard McCormack, el marido de una de sus mejores amigas. ¿Cree usted que la noticia de su compromiso con Esteban San Román supondrá la reconciliación con Julianne McCormack?

María sintió la mano de Esteban apretándole con fuerza la muñeca.

–No tengo ningún comentario que hacer sobre cualquier asunto que tenga que ver con mi vida privada, aparte de que me siento muy feliz con este compromiso. Es lo mejor que me ha pasado en la vida. Me siento...
–Discúlpenos –dijo Esteban tomando el mando de la situación y abriéndose paso, con María de la mano, por entre la multitud de turistas que se había congregado allí a presenciar la escena–. Creo que te dije que dejaras que yo respondiera a las preguntas de la prensa –le dijo en voz baja, con una sonrisa de cara a la galería.

–Se trata de un suceso muy importante. Habrían pensado que pasaba algo extraño entre nosotros si no hubiera dicho nada –replicó ella.

Llegaron en un par de minutos a uno de los restaurantes que había a ese lado del canal. Un camarero los recibió y los condujo muy atentamente a un salita privada decorada con todo tipo de lujos. Una gran araña de cristal de Muran colgaba del techo. Las sillas estaban tapizadas de terciopelo y todas las ventanas estaban cubiertas por unos gruesos cortinajes de un precioso color escarlata.

Había máscaras venecianas por las paredes, cada una de ellas era una verdadera obra de arte. Se respiraba una gran intimidad y María se preguntó con cuántas mujeres habría estado Esteban allí cenando, antes de llevárselas a la suite de su hotel para gozar de ellas.

Se revolvió incómoda en el asiento, al pensar que estaba empezando a sentirse celosa. Pero, ¿por qué iba a estarlo? Esteban siempre estaría rodeado de mujeres. Él era así y nunca podría cambiar. No estaba hecho para asumir un compromiso serio y duradero con una mujer.

Era un playboy empedernido, doctorado en el arte de la seducción. Podía a tener a cualquier mujer que se le antojase.

Les dejaron la carta del menú y un minuto después apareció el camarero con una botella de champán en una cubitera de plata. María lo miró con cierto recelo. Ya había bebido en el hotel más de lo que tenía por costumbre. Pero estar con Esteban le producía casi el mismo efecto que el alcohol. La cabeza le daba vueltas y le hacía ver a Esteban en calzoncillos por el hotel. Había intentado ser lo más descarada posible, vistiéndose delante de él, para mostrarse tal como la prensa la retrataba, pero todo había sido muy diferente cuando había sido él el que se había vestido delante de ella. Había procurado no mirar aquel cuerpo tan escultural y musculoso.

Ella había visto muchos cuerpos masculinos en la playa o en el gimnasio, algunos rayando realmente la perfección, sin embargo, había algo en el de Esteban que la hacía estremecerse especialmente, haciéndole perder el control. Pero ella era la que jugaba al ratón y al gato con los hombres, no al revés. Y no le gustaba la idea de que Esteban tuviese tanto poder sobre ella.

El camarero llenó las copas y se marchó discretamente para dejarlos en la intimidad. –¡Por nuestro primer año de matrimonio! –dijo Esteban levantando su copa ya cercándola a la de María.

–Supongo que te refieres a nuestro primer y único año de matrimonio, ¿no?–replicó ella con ironía–. Si no me equivoco, los términos del testamento son muy claros: tenemos que casarnos antes del próximo mes y permanecer casados durante un año exactamente.

Esteban echó un trago antes de responder.

–Sí, pero, ¿y si nos gusta seguir casados? ¿Y si vemos que al final nos llevamos mucho mejor de lo que habíamos pensado? Podríamos seguir casados todo el tiempo que quisiésemos, ¿no?

María, sorprendida, se dejó caer hacia atrás en el asiento, como si él la hubiera empujado con fuerza con las manos.

–No puedes estar hablando en serio –exclamó ella.
–No, sólo estaba bromeando –dijo él con una amplia sonrisa enseñando sus dientes blancos e inmaculados–. La verdad es que lo mejor que podríamos hacer cuando llegue el primero de mayo del año que viene sería tomar el dinero y Salir corriendo.

María trató de ocultar el resentimiento que sintió al oír esas palabras. Sabía que el dinero era la única razón que él tenía para casarse con ella.

Ella estaba haciendo también lo mismo, después de todo. Casi no podía culparle de que acatara la voluntad de su abuelo. Sus dos hermanos mayores, Giorgio y Luca, se habían casado libremente sin que se vieran presionados por nada, y tanto uno como otro vivían felices ahora con sus mujeres y sus hijos. Giorgio y Maya habían estado separados durante unos meses, pero se habían reconciliado poco antes de la muerte del abuelo. La gran ilusión de Salvatore había sido poder para ver a sus tres nietos casados antes de morir, pero al enfermar tan de repente había decidido tomar cartas en el asunto y hacer algo para que Esteban, el único de los tresnietos que aún no estaba casado, sentara la cabeza y dejase de andar por ahí de flor en flor. Por qué Salvatore la había elegido a ella para novia de Esteban era, en cambio, un misterio. Tenía que estar al corriente de lo mal que se llevaban.

Durante los últimos años, habían estado siempre insultándose y discutiendo el uno con el otro cada vez que se habían visto obligados a asistir juntos a alguna de las fiestas de los San Román o de los Sommerville.

María sabía mucho sobre la historia de la San Román, ya que había formado parte de su círculo durante años. Su padre, que era australiano, había hecho una gran amistad con Salvatore y, con su ayuda, la humilde empresa de contabilidad que tenía había llegado a convertirse en una de las más prestigiosas de Europa.

Al igual que Esteban y sus hermanos, María había crecido en un ambiente de personas ricas y famosas. Celebridades que, lejos de ser ídolos intocables, eran amigos y conocidos que asistían regularmente a las mismas fiestas y actos sociales.

Harriet, la madre de María, había sido una dama de la buena sociedad de Londres.

Había fallecido prematuramente, víctima de una sobredosis, cuando María tenía cinco años. Si había sido un suicidio o un accidente era algo que ni María ni su hermano Jonathan habían sabido nunca. Siempre había habido muchas especulaciones sobre el matrimonio de sus padres.

Las niñeras que María había tenido a lo largo de toda su infancia le habían enseñado a no hablar de su madre en presencia de su padre.

Por qué le molestaba eso tanto a su padre era también otro misterio sin resolver.

María miró al plato que tenía delante y se mordió el labio inferior. Odiaba salir a comer fuera. Era algo que, por lo general, trataba de evitar, pero no por las razones que todos suponían. La prensa la había tratado muy mal, sacando a la luz su internamiento en una clínica especial cuando tenía sólo quince años, y luego tres años después cuando su salud corrió un grave peligro al quedarse exageradamente delgada tras la muerte de su hermano Jonathan. Ahora estaba ya bien, pero cuando salía a comer fuera a un restaurante tenía que enfrentarse al problema de elegir unos platos de una carta cuyos nombres no acertaba a comprender.

Sintió en ese momento el peso de la mirada de Esteban como una losa sobre ella. Alzó la vista y cerró la carta del menú.

–¿Qué piensas tomar? –le preguntó ella.
–Fettuccine con cangrejo de primero y ternera en salsa Marsala de segundo.

¿Y tú?
María se pasó la lengua por sus labios resecos.

–Elige tú por mí –respondió ella, apartando la carta del menú a un lado–. Se ve que conoces muy bien este sitio. Ya sabes que no soy nada quisquillosa.
–¿No? –exclamó el arqueando una ceja.
–He tenido que pasar por muchas cosas estos últimos años, Esteban –replicó ella con gesto serio–. Pero no voy a avergonzarte tirando la comida por el sanitario del cuarto de baño en cuanto me des la espalda.
–No pretendía decir tal cosa –dijo él con el ceño fruncido–. Sé que has pasado muy malos momentos, perdiendo a tu madre siendo casi una niña y luego a tu hermano en esas circunstancias tan trágicas.
–Preferiría no hablar de ello. Los dos están muertos y la vida continúa.

El camarero llegó para tomarles la nota y, cuando se marchó, Esteban se quedó mirándola con gesto pensativo. Ella comenzó a sentirse como un bicho raro en el portaobjetos de un poderoso microscopio. Tenía la virtud de hacerla sentirse así.

Veía cosas que otras personas no veían. Tenía unos ojos tan profundos y penetrantes que la hacían sentirse vulnerable e indefensa, cosas que ella odiaba y trataba de evitar a toda costa.

–¿Ves a tu padre con frecuencia? –preguntó Esteban.

Ella agarró con dos dedos el tallo de su copa de champán y se puso a darle vueltas muy despacio.

–Antes de esto, sí. Venía a verme de vez en cuando con su novia de turno – dijo ella con la voz apagada–. La última era sólo un año o dos mayor que yo. Creo que acabarán casándose. Él desea tener un hijo... para llenar el vacío de Jonathan. Lleva hablando de eso desde hace años.

Esteban percibió el dolor que se ocultaba tras aquellas palabras aparentemente frías y cínicas.

–Nunca os habéis llevado bien, ¿verdad?

Ella negó con la cabeza, sin mirarlo a los ojos.

–Creo que le recuerdo demasiado a mi madre.
–¿Te acuerdas de ella? –preguntó él.

Los maravillosos ojos verdes de María se iluminaron de repente como si Esteban acabase de pulsar un interruptor en algún lugar recóndito de su corazón.

–Era tan hermosa... –dijo ella en un tono de ensoñación, moviendo suavemente la copa de champán y viendo cómo las burbujas ascendían y se rompían delicadamente al llegar a la superficie–. Tenía mucho glamour y cuando pasaba por tu lado dejaba un olor a diosa, como a madreselva y jazmín después de un día largo y caluroso de verano –dejó el vaso en la mesa y se puso a hacer círculos con el dedo alrededor del borde mientras hablaba–. Era muy cariñosa.
Cada vez que pasaba al lado de Jon o de mí se paraba a darnos un abrazo. Me encantaba oír su voz cuando me leía algo o me contaba cuentos. Podía pasarme horas enteras escuchándola...

Se hizo un extraño silencio. Ella soltó un pequeño suspiro, tomó de nuevo su copa y la giró entre los dedos antes de acercársela a los labios. Luego la dejó sobre la mesa con un rictus en la boca como si el sabor de aquel champán tan caro y exclusivo no hubiera sido de su agrado.

–Nos quería mucho. Nos amaba de verdad. Eso es algo de lo que nunca tuve la menor duda.

Esteban no sabía gran cosa de los rumores que habían corrido a raíz de la muerte de Harriet Sommerville. Se habló de una relación ilícita que Harriet había decidido dar por terminada cuando su amante se negó a dejar a su esposa por ella. Otros rumores sugerían que el padre de María no había ha sido un buen esposo ni un buen padre, pero no era fácil poder distinguir entre lo que era cierto y lo que eran sólo invenciones.

La prensa aprovechó para presentar la historia de la forma más sensacionalista: cuanto mayor fuera el escándalo, mayores las ventas. Eso era algo que sus hermanos y él sabían muy bien por haberlo sufrido en sus propias carnes. Pero había algo en María que le intrigaba. A lo largo de esos años, se la había visto con cierta asiduidad en los actos sociales, vestida de punta en blanco, sonriendo muy complaciente a las cámaras y manejándose con mucha soltura con los paparazis, pero él se preguntaba si alguien sabía de verdad quién era la verdadera María Sommerville. Esa mujer hermosa, elegantemente vestida y maquillada, que estaba ahora sentada frente a él haciendo girar su copa de champán entre los dedos sin apenas probarlo, que se negaba a hablar de la muerte de su hermano y que hablaba de su padre sin poder disimular su indignación.

¿Quién era ella? ¿Quién era realmente? ¿Era de verdad esa mujer que había roto el matrimonio de su mejor amiga, tal como la prensa había publicado? ¿O era otra mujer completamente diferente?

–La pérdida de un progenitor es un golpe muy duro en la vida –dijo Esteban para tratar de romper el silencio que se había creado–. Para mí fue una gran conmoción el accidente de mi padre... Tener que verlo en el hospital en aquel estado... –hizo un gesto de amargura al recordarlo–. Tenía tanta vitalidad... y de pronto verlo allí en estado de coma... –se pasó la mano por el pelo–. Su muerte fue al final un alivio para todos. Nadie se atrevió a decirlo, pero era la verdad. Él no hubiera querido seguir viviendo con el cerebro paralizado como un vegetal.

María lo miró a los ojos. Había una gran simpatía en su mirada.

–Tú te pareces mucho a él –dijo ella cordialmente–. Supongo que te lo habrá dicho mucha gente. Él también detestaba sentirse atado a otra persona.

Esteban sonrió con ironía mientras echaba otro trago de champán.

–El matrimonio de mis padres fue un acuerdo concertado por sus familias. Es algo que pocas personas conocen. Mi madre estaba muy enamorada de él, pero él no quería encadenarse de por vida a una mujer. A pesar de todo, consiguieron sacar adelante su matrimonio lo mejor que pudieron, hasta que llegó Chiara.

Tenían ya tres chicos y mi padre soñaba con tener una niña. Se volvió loco de alegría cuando ella nació. Chiara lo era todo para él –Esteban dejó el vaso en la mesa y miró fijamente a María –. Cuando ella murió, sintió que ya no había nada en el mundo que tuviera interés para él. Se lo tomó como un castigo de Dios por no haber amado suficiente a su esposa y a sus hijos. Pasó por una época muy difícil y turbulenta. A pesar de que eras una niña por entonces, seguro que oirías hablar de ello: de las aventuras amorosas que mantuvo con mujeres frívolas y ambiciosas, hasta que finalmente comprendió que la única mujer a la que podía amar era la madre de sus hijos, la única que lo había amado de verdad y lo amaría toda su vida.

–Cada persona tiene su propia manera de reaccionar frente al dolor –dijo ella suavemente.

Esteban volvió a tomar su copa, pero ahora no con la intención de echar otro trago, sino sólo para tener algo entre las manos.

–A mí no me gusta que nadie me diga lo que tengo que hacer. En eso he salido a mi padre –dijo Esteban–. Supongo que ésa fue la razón por la que Salvatore puso esas cláusulas en el testamento.
–Pero ahora estás haciendo lo que él quería y eso es lo que importa –dijo ella sin mostrar la menor emoción en la voz–. En un año, estarás otra vez libre. Tendrás tu parte de la herencia y podrás estar con quien quieras.
–¿Y qué me dices de ti? –preguntó Esteban, llevándose la copa a los labios–.¿Qué vas a hacer dentro de un año?

Ella miró la copa champán que apenas había probado.

–No suelo hacer planes a largo plazo –replicó ella con una sonrisa de circunstancias–. Supongo que nos divorciaremos de manera amistosa y reharemos cada uno nuestras vidas.

Esteban se preguntó con qué tipo de hombre le gustaría compartir su vida o si preferiría, por el contrario, quedarse soltera. La verdad era que, si no hubiera sido por las maquinaciones de su abuelo y las cláusulas que había puesto en su testamento, habría tenido que casarse en breve y con un hombre con una posición económica desahogada. Ella no había trabajado en toda su vida. Era una persona de la buena sociedad, que había nacido en el seno de una familia pudiente, igual que otras habían nacido en un ambiente de pobreza e indigencia.

Hasta que su padre le dijo que iba a retirarle la ayuda económica, ella nunca le había mencionado nada a Esteban sobre el testamento. Él había tratado de hablar tranquilamente del asunto con ella, pero cuando se lo propuso durante el funeral de su abuelo, ella lo miró extrañada y se escabulló entre la gente dejándole plantado. Él era consciente de que nunca llegaría a ser un marido ideal pero, si ella se comportaba de forma responsable, estaba dispuesto a soportar de la mejor manera posible esos doce meses de matrimonio. Así conseguiría salva guardar su parte de la herencia a la vez que los intereses de sus hermanos y de la empresa de la familia.

Casarse con María tenía también sus compensaciones. Para empezar, era un verdadero placer para la vista. Nunca había visto unos ojos tan grandes y hermosos como los suyos. Eran de color verde esmeralda y tenían forma de almendra. Y sus pestañas eran negras como el carbón y largas y tupidas como si fueran de seda. Su pelo, ligeramente ondulado, le caía casi hasta la mitad de la espalda. Tenía unas mejillas sonrosadas que parecían de porcelana y una boca carnosa y llena de sensualidad. Podría haber trabajado de modelo si hubiera querido. Una famosa agencia llegó a ofrecérselo cuando tenía diecinueve años, pero ella, por alguna razón, rechazó la proposición. Probablemente, prefirió seguir viviendo de la fortuna de su padre, esperando heredarlo todo algún día cuando falleciera.

Sí, a su manera, María era también una mujer ambiciosa, pensó Esteban. Sólo que tal vez ella era más sincera, e incluso hasta descarada, que la mayoría de las mujeres. Sería una experiencia interesante estar en la cama con ella. Cuanto más pensaba en ello, más ganas le entraban de ponerse manos a la obra. Ella trataba de parecer fría y distante, pero él podía sentir el ardor de su naturaleza apasionada hirviendo a fuego lento bajo aquella aparente capa de frialdad. Era una mujer seductora y coqueta.

Eso la hacía aún más atractiva. Era como una gata salvaje, una tigresa que había que domesticar, y él estaría encantado de hacerlo, y cuanto antes mejor, sin hacer caso de sus remilgos ni sus falsos razonamientos.

Sabía que todo era una argucia suya. Ella lo había deseado desde que era una adolescente de dieciséis años en plena pubertad, y como entonces la había rechazado, trataba ahora de hacerse la digna con él.

–Sabes que tendremos que vivir juntos en Roma la mayor parte del año, ¿no? –dijo él, tras una pausa–. Y que tendremos que viajar con relativa frecuencia.
–¿Viajar? –exclamó ella–. ¿Y esperas que yo te acompañe en tus viajes?
–Naturalmente. Eso es lo que suele hacer una amante esposa.
–Ya, pero seguramente eso no será necesario en nuestro caso –replicó ella–.Tú eres un hombre muy ocupado. Sería para ti un estorbo tener que llevar a tu mujercita colgada del brazo por medio mundo. Además, yo también tengo cosas que hacer.
–¿Como qué? –preguntó él arqueando una ceja, con cara de extrañeza–.¿Tomarte un vodka con lima por las mañanas y hacerte las uñas y el pelo después de comer?

María apretó los dedos alrededor del tallo de la copa con tanta fuerza que Esteban temió por un instante que pudiera romperse en mil pedazos.

–No. Es sólo que me gusta dormir en mi propia cama.
–Eso no es lo que decían de ti los periódicos hace unos meses –apuntó él con ironía–. Al parecer estabas en la cama de Richard Mc Cormack un día sí y otro también cuando su mujer estaba fuera.

Ella le dirigió una mirada cargada de odio.

–¿Das acaso crédito a todo lo que prensa cuenta sobre tus hermanos y sobre ti?
–No, a todo no. Pero tú no lo desmentiste. Podías haber puesto al periódico una demanda por difamación si todo lo que habían contado sobre ti era mentira.
–No tengo ningún interés en pleitear con nadie –replicó ella–. No vale la pena. Además, se interpretaría como una actitud defensiva de alguien que se siente culpable. Siempre he creído que era mejor ignorarlo todo y esperar a que se acabe olvidando.

–Supongo que nuestra próxima boda contribuirá también a que se olvide –dijo él–. Por cierto, ¿quieres casarte en alguna iglesia en particular?
–Me da igual. No tengo ninguna preferencia –respondió ella desviando la mirada.
–Entonces no te importará si nos casamos y pasamos la luna de miel en Bellagio, ¿verdad?
–Ahí es donde tu familia tiene una villa, ¿no? –preguntó ella mirándolo a los ojos.
–Sí –respondió él, volviendo a llenar las copas–. Es también donde mi hermanita murió hace ya más treinta años.
–En ese caso, parece el lugar apropiado para celebrar un matrimonio que nace ya muerto desde el principio, ¿no te parece? –dijo ella tomando su copa.

Esteban la miró detenidamente con sus ojos color de avellana.

–Tienes una lengua muy afilada esta noche. Tú eres la que insiste en decir una y otra vez que nuestro matrimonio va a ser sólo una farsa.
–Yo no te amo, Esteban, y sé también que yo no significo nada para ti. Vamos a casarnos sólo para conseguir el dinero del testamento de tu abuelo. Nuestro matrimonio no es más que un acuerdo comercial, sin ningún futuro.
–No tiene por qué ser así –replicó el–. Podemos esforzarnos para intentar que las cosas marchen bien entre nosotros.
–Te conozco bien, Esteban. No serías capaz de serme fiel tres semanas seguidas. Pero no te preocupes, puedes seguir con tus aventuras amorosas siempre que lo hagas en privado y con discreción. No quiero convertirme en el hazmerreír de la prensa.
–Lo mismo te digo –replicó él, inclinándose hacia ella de forma intimidatoria–. Y te lo advierto María, si corre el menor rumor de que mantienes una relación escandalosa con otro hombre, puedes considerar nuestro matrimonio roto de manera inmediata, con independencia de lo que esté estipulado o no en el testamento. Voy a dejar esto por escrito en el acta de nuestro acuerdo prematrimonial.
–Quizá deberías haber dicho «anulado» más que «roto», al hablar de nuestro matrimonio.

Esteban clavó los ojos en los suyos. Parecían dos reflectores luminosos tan brillantes que María no pudo evitar sentir un estremecimiento por la piel. Su expresión férrea no era desde luego la de un hombre que se dejase dominar. Se habían vuelto las tornas. Ella no era la que llevaba ahora la batuta, y él parecía dispuesto a que no lo olvidase. Le había dejado claro que la deseaba, pero ella no podía dejar de sentirse como algo provisional a la espera de que se cumpliese el plazo prescrito para cobrar su herencia. A pesar de que había hecho todo lo posible por ocultar sus sentimientos, estaba claro que había sido en vano. Tal vez, él era como muchos hombres que, incluso en estos tiempos, seguían pensando que tenían derecho a acostarse con una mujer que les había gustado: una cena en un buen restaurante, una botella de champán caro y asunto arreglado.

María había decidido no tener relaciones íntimas con Esteban. Pero algo que había pasado en las dos últimas horas había puesto en tela de juicio su resolución. Vio el deseo en sus ojos y una sonrisa indolente en sus labios sensuales, como si saborease ya el triunfo de tenerla. Se revolvió inquieta en el asiento, consciente de su debilidad y vulnerabilidad ante él. Sintió un hormigueo en los pechos y un temblor en las piernas, como si anhelaran entrelazarse con las suyas, más fuertes y poderosas, en un abrazo erótico y voluptuoso.

Esteban extendió la mano y separó los dedos de María, que seguían aferrados al tallo de su copa de champán. Se los llevó a la boca. Ella sintió de repente un temblor en la mano, como si el aliento de él contuviera una poción mágica que hubiera desbloqueado sus articulaciones y derretido sus huesos. Se sintió como petrificada, inmersa en un estado extraño, pero placentero e irresistible. No quería romper el hechizo. Él siguió mirándola fijamente sin que ella pudiera apartar su mirada. Se sentía atraída poderosamente hacia él, como una polilla confiada se siente atraída irremisiblemente por la calidez de la llama. Podría quemarse, pero eso no parecía importarle. Casi se quedó sin respiración cuando él le rozó las puntas de los dedos con sus labios, despertando en ella un deseo que la dejó insatisfecha, anhelando más.

–María, ¿por qué sigues luchando contra ese sentimiento que ha habido siempre entre nosotros? –preguntó él con la voz apagada.
–No quiero complicar aún más las cosas, Esteban–respondió ella con una voz que parecía de otra persona, jadeante, anhelante y expectante.
–Tú me deseabas cuando tenías dieciséis años –le recordó Esteban, deslizando de nuevo los labios por sus dedos.

Era un contacto suave y tentador.

–Yo... era muy joven entonces y tú estabas...
–Estaba loco por ti, pero tuve la madurez suficiente para darme cuenta de que eras demasiado joven para saber lo que estaba haciendo –dijo él, con una amarga sonrisa–. «Lolita», así es como te apodaba entonces. ¿Lo sabías? Eras una menor y podía ir a la cárcel. Después de eso, no me atreví a tocarte durante años. Ni siquiera a darte un beso en la mejilla cuando coincidíamos en las reuniones familiares. No confiaba en mí mismo, no sabía si podría seguir rechazando aquello que se me había ofrecido. Yo tenía siete años más que tú. A los veintitrés tuve que comportarme como un adulto, a pesar de que te deseaba con toda mi alma.

María apartó la mano de su boca, poniéndola a salvo en su regazo.

–Me gustaría que dejaras de recordarme lo estúpida que era por entonces – dijo ella bajando la mirada.

–Todavía lo sientes, ¿verdad, María? –dijo él en un tono ardiente–. Esa idea de lo prohibido, de la lujuria, del sexo, del deseo insatisfecho. Lo veo en tus ojos, lo siento en tu cuerpo. Siento una zozobra en la carne cuando me miras. No podremos estar todo un año sin consumar nuestro matrimonio, y tú lo sabes mejor que yo.

Ella se atrevió a mirarlo entonces y sintió en seguida el corazón latiendo con fuerza en su pecho. Esteban hablaba en serio. La deseaba e iba a hacer todo lo posible por tenerla. Tendría que ser fuerte, muy fuerte. Lo último que podía hacer era enamorarse de él. Ya lo había hecho una vez y había sido un desastre. Su vida había tomado un rumbo completamente diferente. En el fondo sabía que ella erala única culpable de todo. Ella había tirado su inocencia por la borda para vengarse de Esteban y le había salido todo al revés de lo que esperaba.

–Mi abuelo no habría pensado en ti para este matrimonio si no pensase que era lo más conveniente para ti –dijo Esteban–. Él siempre se mostraba muy tolerante y comprensivo contigo, a pesar de lo que se publicaba sobre ti en la prensa. Siempre te estaba defendiendo.

María apartó a un lado el primer plato sin siquiera probarlo.

–Era una buena persona –dijo ella suavemente, tratando de contener las lágrimas–. Nunca he conseguido entender cómo mi padre y él llegaron a ser tan buenos amigos, siendo tan diferentes.
–La muerte de Jonathan supuso un golpe muy duro para tu padre –replicó Esteban–. Algunas personas no saben sobreponerse a las desgracias. Mi abuelo entendía eso. Al fin y al cabo había visto la reacción de mi padre ante la pérdida de su hija. No existe una manera ideal de enfrentarse al dolor. Cada uno de nosotros debe encontrar la mejor manera de aprender a vivir con él.
–En opinión de mi padre, murió el hijo equivocado –dijo ella en un tono inexpresivo y carente de cualquier emoción, que parecía contradecir lo que estaba sintiendo, lo que siempre había sentido.
–No puedes creer eso –dijo Esteban, frunciendo el ceño de manera ostensible–. Fue un accidente. Podría haberle pasado a cualquiera. Tú no pudiste hacer nada para evitarlo. Nadie pudo hacer nada para que las cosas ocurrieran de otra manera. Ya te lo dije antes: tuviste suerte de no haber estado allí con él.

María se encogió de hombros en un gesto ambiguo que parecía no decir nada, pero que quizá decía demasiado.

Ella había sido la causante de la muerte de Jonathan.

Él no habría ido a aquella pista de esquí tan arriesgada si ella hubiera estado con él. Sabía que no era muy buena esquiadora y no se habría atrevido a ir con ella a aquella pista.

Su hermano había estado siempre muy pendiente de que no le pasara nada.

Habría renunciado seguramente a ir a esquiar a aquella zona y se habría quedado con ella.

Ella siempre había dicho que había perdido el vuelo por haberse acostado tarde esa noche después de una fiesta, pero la verdad era otra...

Había ido realmente al aeropuerto pero se había equivocado de terminal y, cuando quiso rectificar, ya era demasiado tarde y su vuelo había salido.

Sintió tal vergüenza por su torpeza que no se atrevió a reservar una plaza en el vuelo siguiente y prefirió volver a casa y mandarle un mensaje a su hermano, diciéndole que había cambiado de opinión.

Era una idiota y una estúpida. Una zopenca, como le decía, a menudo, su padre. Por su culpa, Jon estaba ahora muerto y ella tendría que vivir con esa carga toda su vida.

–¿María? –dijo Esteban viéndola absorta en sus pensamientos.

Trató de tomarle la mano que sostenía la copa, pero ella la retiró.

La bebida había sido una de las válvulas de escape que había probado en el pasado para olvidar su dolor, pero no le había funcionado.

–Está bien –dijo ella, con una sonrisa de circunstancias–. La vida tiene que continuar. A Jon no le habría gustado verme lamentándome todo el santo día por cosas del pasado. Él murió como había vivido: al límite, segregando adrenalina, con alegría, coraje y convicción.

–¿Y tú?, ¿cómo vives tu vida? –preguntó Esteban.

«Con miedo, temor, aprensión, remordimientos y sintiendo odio hacia mí misma», pensó María, pero no lo dijo.

–Me gusta vivir bien –respondió ella con una leve sonrisa–. Y para eso necesito dinero, mucho dinero. No quiero tener que verme obligada a trabajar nunca. No me veo sometida a una disciplina y a un empleo alienante durante los próximos cuarenta años para luego retirarme a cultivar tomates y orquídeas o lo que hagan ahora los jubilados.

–La mayoría de ellos pasan el tiempo con sus nietos –replicó él.

–¿Es eso lo que un playboy, como tú, tiene previsto hacer? –exclamó ella arqueando las cejas con un gesto de incredulidad.
Esteban frunció el ceño de nuevo, como admitiendo que tal idea no había pasado nunca por su cabeza.
–No me malinterpretes. Yo adoro a mi sobrina y a mis dos sobrinos y veo la alegría que les dan a mis hermanos y a mi madre, pero nunca he pensado en formar una familia. Mi trabajo en la empresa de la familia requiere que esté disponible las veinticuatro horas del día para viajar a cualquier país del mundo. Especialmente ahora, que Giorgio y Luca quieren pasar más tiempo con sus familias. Apenas paro en casa siete días al mes.

–¿Y esperas que yo te acompañe en todos tus viajes? –exclamó ella.

–Bueno, en todos no, María, pero sí en la mayoría. Tenemos que dar la impresión de ser un matrimonio bien avenido y no podemos dar esa imagen si uno de los dos está siempre fuera, de viaje de negocios, y el otro tumbado en la piscina o camino del spa más cercano.

Ella lo miró como si quisiera fulminarlo con la mirada.

–¿Crees que empleo así mi tiempo libre?
Esteban apuró su copa antes de contestar.
–Lo único que sé es que no trabajas ni colaboras en ninguna causa benéfica, y que sólo asistes a las fiestas que te convienen. No tengo ni idea de lo que haces con tu tiempo. ¿Por qué no me lo dices tú?

María pensó entonces en sus lienzos y en el pequeño estudio improvisado de pintura que se había montado en una habitación de su apartamento. Pensó en las horas que había dedicado a aquellos cuadros. Había hecho un gran esfuerzo por tratar de compensar con ese trabajo los errores que había cometido en el pasado.

No había conseguido vender ninguno y, como la mayoría de los pintores, sabía que no podría ganarse nunca la vida con su arte, pero no por ello renunciaba a esa aspiración. Era una pasión tan fuerte como la que había llevado a su padre a levantar la empresa de contabilidad más importante del país.

Pero era también uno de sus secretos mejor guardados. No quería que nadie lo supiese por si fracasaba también en aquella actividad y tuviera que darles la razón a los que pensaban que no era más una mujer frívola de la buena sociedad. Al igual que su madre, se suponía que ella tampoco tenía cerebro ni una meta en la vida, que sólo había venido al mundo para amenizar las fiestas y reuniones sociales con un canapé en una mano y una copa de champán en la otra, y para dar más brillo y esplendor a los éxitos profesionales de su marido.

Pero ella siempre había querido algo más. El problema era que, cuanto más deseaba una cosa, más inalcanzable se volvía.

Como con Esteban...

Trató de alejar de sí aquellas ideas y se puso a pensar en las motivaciones de Esteban para dar aquel paso. Estaba claro que él sólo pensaba en ella como un medio para conseguir sus fines. En un mes estarían casados oficialmente y estarían en camino de lograr lo que querían: la herencia. Para Esteban, ella era sólo un bonos extra que le venía dado de forma gratuita, una fantasía erótica que provenía de aquel tiempo en que la colegiala estúpida se había enamorado locamente de él. ¿Qué hombre con un mínimo de sangre en las venas no querría revivir aquella experiencia tan excitante y llena de sensualidad? Pero lo que Esteban no sabía era que ella, en el fondo, no era esa mujer fatal devora hombres que pintaban las revistas.

–Me gusta mi forma de vida –dijo ella.
–¡Vamos, María! Tienes ahora... ¿cuántos?, ¿veintiséis años? Estás en la flor de la vida. ¿No te gustaría hacer algo? ¿No sé..., estudiar o hacer algún tipo de curso?
–Odiaba la escuela. No me veo matriculándome en ningún curso académico–respondió ella–. No tengo la disciplina suficiente para ello. Jon heredó todo el talento de la familia.
–Creo que te estás subestimando –afirmó él–. Sé que Jonathan era muy inteligente, pero tú llevas su misma sangre. Es sólo cuestión de que encuentres una actividad que te guste y puedas desarrollar en ella tus habilidades.
–No te preocupes por mí –dijo ella, con un gesto de indiferencia–. Viviré muy feliz en mi papel de mujer de mundo, asistiendo a actos sociales, mientras tú haces lo que tengas que hacer.
–¿Sabes acaso en qué consiste mi trabajo? ¿Te interesaría saberlo? –le preguntó él.
–Sé que tiene algo que ver con la cadena de hoteles San Román –respondió ella con cierto sentimiento de culpabilidad por su ignorancia–. Eres el director financiero o algo parecido, ¿no?

Esteban elevó los ojos al cielo en un gesto de incredulidad o de frustración o tal vez de ambas cosas.

–No, ése es el papel que desempeña mi hermano Giorgio. Yo soy el promotor inmobiliario de la empresa. Me encargo de buscar oportunidades de negocio, encontrar inmuebles bien situados para construir algún nuevo hotel para la cadena o simplemente para mejorar la cartera de inversiones de la familia. Actualmente tengo varios proyectos en distintos países.

María pensó en seguida en aquellos hoteles en los que tendría que alojarse con él si finalmente decidía acompañarlo en sus viajes.

En los dormitorios y cuartos de baño que tendrían que compartir si querían que dar la imagen de un matrimonio normal y no despertar las sospechas del servicio.

–¿Has pensado en la logística de todo esto? –preguntó ella–. No podemos dormir en habitaciones separadas en todos los hoteles a los que vayamos. La gente es muy dada a los rumores y las habladurías.

Él sonrió con esa sonrisa tan seductora que hacía bullir su sangre en las venas.

–¿Crees, de verdad, que no vas a querer acostarte conmigo cuando estemos casados, o lo dices sólo para provocarme y abrirme el apetito?
–No, Esteban, lo digo en serio. No quiero que me toques.

–¿Por qué será que tengo la impresión de que dices eso para tratar de convencerte a ti misma? –exclamó él, inclinándose hacia ella con un gesto de recelo.

–Lo digo porque te conozco y sé cómo eres –replicó ella con un leve rubor en las mejillas–. Estás acostumbrado a que todas las mujeres caigan rendidas a tus pies.

Esteban apoyó los brazos sobre la mesa, y la miró con sus ojos negros de forma desafiante.

–¿Qué te parece si hacemos un pequeño trato, María? En público, me mostraré contigo tan afectuoso como suele comportarse cualquier marido con su esposa, pero en privado no te pondré un dedo encima a menos que tú me des tu consentimiento con esos ojos verdes tan seductores que tienes. Ni un dedo, ¿de acuerdo?

María lo miró durante unos segundos con aire de sospecha. El corazón le latía como un tambor que estuviese tocando alguien sin mucho sentido del ritmo.

¿Podría confiar en que él mantuviera su palabra?

Y quizá lo que era aún más importante: ¿podría confiar en ella misma?

–De... acuer... do –contestó ella al fin, con la voz temblorosa.
–Bien –dijo él echándose hacia atrás de nuevo en el asiento y llenando las copas de champán–. Trato hecho.


A Quien tu Decidiste amarWhere stories live. Discover now