Prólogo

164 10 0
                                    


Era un despejado día de abril cuando Isabela salió de casa. Caminaba deprisa, casi trotando, hacia la dirección que tenía escrito en un arrugado pedazo de papel. Debía regresar lo antes posible, antes de que la bebé pudiera despertar y necesitarla.

Sus manos temblaban por el nerviosismo que la carcomía, temblaban tanto que apenas y podía cargar con la caja de zapatos que llevaba.

Caminó unas cuantas cuadras a la derecha.

Las personas pasaban a su lado sin prestarle atención, pero para Isabela aquellas personas la miraban, murmuraban, sabían lo que ella estaba haciendo y la juzgaban.

Giró en una calle y trotó dos cuadras hacia la izquierda, apegándose a los techos de las casas como si eso la protegiera de su paranoia.

De repente se detuvo frente a un bloque de departamentos cuya pintura estaba destruída y cubierta de moho. Subió su arrugada mano y comprobó una vez más la dirección. Tomó una profunda inhalación y empujó la puerta de metal oxidado.

Un largo callejón apareció. Ingresó sintiendo que su corazón palpitaba más de lo normal. Sus pasos se hicieron audibles al tocar el suelo frío y húmedo. Caminó con la caja de zapatos apretado contra su pecho.

Al final de aquel callejón había un pequeño patio de cemento donde dos niñas jugaban con muñecas. Aquellas niñas la miraron por un segundo y luego continuaron peinando a sus amigas de plástico.

- Hola mi amor - Llamó a una - ¿Dónde es el departamento seis?

La niña le señaló las escaleras y continuó jugando.

Isabela subió con prisa y tocó aquella puerta blanca con su mano temblorosa. Una mujer de color y cabello rizado atendió. Sus labios eran grandes pero con fisuras, sus ojos hundidos y sus manos lucían como garras por las largas uñas falsas que llevaba.

- Buenos días.

- Hola - Aquella mujer la miró de cabeza a pies - ¿Usted es la señora Lorena?

- Sí, así es.

Cambiar su nombre le había parecido lo más correcto a hacer. Mantener su identidad era tan importante para Isabela como lo que estaba a apunto de hacer.

- ¿Si trajo los cincuenta dólares?

Isabela rebuscó en su falda y le mostró los cinco billetes. La mujer la dejó pasar. Aquel lugar es como todo hogar convencional, tenía una pequeña sala con muebles viejos pero limpios y una gran ventana con cortinas grises. En medio de la sala había una pequeña de siete años con trenzas coloreando un cuaderno.

Ver a tantas niñas pequeñas le hacía recordar a quien le estaba esperando en casa.

- ¿Podemos hacer todo esto rápido? Tengo que regresar.

- Fátima, mi amor - La mujer de color levantó amablemente a la niña - Sal un momento a jugar afuera, mamá va a trabajar. No entres hasta que yo te llame ¿Entendido?

La niña asintió y salió obedientemente.

Ambas tomaron asiento en la mesa redonda. Una encarando a la otra.

- ¿Tiene todo?

- Sí.

Colocó la caja de zapatos entre ambas, luego sacó una pequeña foto y la colocó a un lado. Finalmente colocó el dinero. Mientras tanto, la mujer de color sacó un rollo de hilo y una aguja.

- El resto del dinero me lo entregará cuando la muerte pase.

Tembló al escucharla hablar, pero como pudo Isabella asintió. La mujer comenzó a susurrar oraciones que Isabela no lograba y tampoco quería entender, y al mismo tiempo quitaba la tapa de la caja de zapatos y sacaba con su mano a la rana.

Sí, esto que hacía estaba bien, era necesario. No había otra salida. Ella era madre y debía proteger a sus hijos, contra lo que sea y contra quien fuera.


La vida de AlidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora