Capítulo 2: De putas y Náuseas

47 4 3
                                    



Planearon la salida con una semana de anticipación, la excusa era el festejo de los diecisiete años de Leandro, quien esperó ese momento con nerviosismo. Por fin se encontraron sentados en una precaria mesa de plástico, sobre unas sillas del mismo material y calidad que la mesa, y comenzaron a hablar cosas sin sentido. Las putas pasaban de una mesa a la otra, ofreciendo bebidas, caricias y todas esas cosas que los hombres casados no le piden a sus esposas. Con gran habilidad tanteaban las entrepiernas duras y abultadas de los hombres que se encontraban en el lugar para incitarlos a comprar lo que vendían.

Los chicos del grupo estaban emocionados. El lugar era como un paraíso de tetas y culos donde las vulvas eran como dioses que ellos podían profanar a placer. Era el jardin del eden con olor a sudor, a vómito y alcohol. Y de esto último los chicos bebían sin parar desde el momento en que se sentaron.

Mientras el alcohol hacía efecto en su cerebro, Leandro esquivaba torpemente los culos que se balanceaban frente a él enfundados en tangas raídas. La música era estridente y las chicas lo miraban como nunca antes lo habían visto. Sí, era una mezcla entre lujuria e interés. Era como si lo cazaran y, sí, deseaban lo que guardaba en sus pantalones, pero su motivación principal era lo que tenía en la cartera.

Ahí estaba ella, bailando enérgicamente. Él no la eligió, ella lo tomó de la mano y solo se dejó llevar. La mujer con la que subió era negra y tenía el pelo teñido de amarillo. Debía tener cuarenta años y Leandro observaba como la piel flácida y gelatinosa de sus nalgas saltaba desordenadamente mientras caminaba llevándolo hacia una de las habitaciones, si así podían llamarse.

Atravesaron un pasillo de piso de concreto rústico y cada cierto tiempo pisan charcos de ácidos gástricos y comida a medio digerir. Algunos de los cuartos donde las prostitutas ofrecían sus servicios no tenían puertas y toda la privacidad que tenían la daban unas delgadas cortinas translúcidas, todas rasgadas y manchadas, a través de las que se podían ver a los hombres, en su mayoría viejos obesos y peludos, teniendo sexo y chorreando grasa desde la frente hasta los genitales, por el calor y el esfuerzo físico. Los sonidos de placer de estos hombres eran desagradables y Leandro no podía dejar de pensar en el gruñido de los cerdos mientras los escuchaba jadear.

La mujer se detuvo en la mitad del corredor y abrió una puerta de madera. Leandro agradeció que al menos su habitación tenía una puerta descente. Ella pasó primero y lo hizo entrar luego tirando de su mano.

-El dinero - dijo ella sin mucha simpatía.

Leandro obedeció y la negra alta salió de la habitación diciéndole que esperara unos minutos. El chico tuvo tiempo a examinar el cuarto. Se dio cuenta de que la cama era de una plaza, el colchón no tenía cobertores y estaba todo sucio. Había pósters de bebidas alcohólicas en pésimo estado y sobre las paredes de madera sin pintar ni lijar había chicles pegados y manchas de orina. El lugar olía a amoníaco seco, a transpiración y semen putrefacto. Se estaba meando y decidió ir al baño antes de que la mujer regresara porque supuso que consumar el acto con la vejiga vacía podría ser más cómodo.

-¿Tienes condón? -Preguntó la mujer cuando volvió a entrar.

Leandro, sin decir una palabra, sacó de su billetera un sobrecito plateado con letras impresas en color rosa y se lo mostró. Ella le dijo, más bien le ordenó, que se lo pusiera y el hizo caso. Se sacó el pene y no había erección, estaba flácido y eso iba a ser un problema. Intentó jalando de arriba hacia abajo, pero no pasaba nada. Por último lo sacudió por un rato haciendo círculos, y de a poco comenzó a crecer en tamaño hasta alcanzar el vigor necesario para la penetración. Estaba tan nervioso...

LA CARRETERA VIEJAWhere stories live. Discover now