Capítulo 3: Automedicación

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Capítulo 3: Automedicación

Enrique llevaba días sin dormir bien. Siempre tenía la misma pesadilla, con el mismo final: Sus testículos terminaban regados en toda la habitación en un mar de mierda y semen. Y su chica no contribuía a disminuir estos episodios, ella seguía insistiendo en lo mismo, el sexo anal. Pero aunque para la mayoría de los hombres, que su esposa les propusiera algo así sería lo máximo, para Enrique no representaba más que una avalancha de remordimientos y perjuicios. Ideas e imágenes grotescas en las que su pene absorbía todas las bacterias del tracto intestinal de la mujer que tanto amaba. Porque sí, él la amaba, pero ¿la amaba tanto como para removerle heces fecales con la verga? he ahí el detalle importante, la cuestión que debía superar si de verdad valoraba su matrimonio.

Permanecía sentado tras el volante haciendo un esfuerzo enorme por mantenerse despierto. Debajo de cada ojo tenía una enorme mancha negra que le hacía parecer un panda desnutrido y de vez en cuando se perdía en el limbo de sus pensamientos mientras escuchaba las bocinas de los otros autos.

Estaba harto de despertarse todas las madrugadas por esa maldita pesadilla. No rendía en el trabajo y ocasionalmente esas imágenes le generaban ganas de vomitar. Después de un tiempo finalmente decidió que necesitaba ayuda profesional. Se dijo a sí mismo que cuando estacionara el taxi en su casa esa noche lo primero que haría en la computadora sería buscar en internet el directorio con los números de teléfonos de todos los psicoanalistas y psiquiatras de la ciudad.

La puerta trasera se abrió y dos chicas subieron al auto. Enrique las miró por el retrovisor, eran jóvenes y hermosas, ambas tenían puestos shorts de mezclilla muy cortos, esos que tienen hebras y agujeros por doquier. Quizás venían de la playa porque sus pieles lucían bronceadas y llevaban puestos lentes de sol. Enrique tuvo una erección. Ellas hablaban de sus cosas sin decirle aun a donde querían que las llevase y el seguía comiéndoselas con la mirada, pero entonces lo asaltó esa imagen, ese pequeño gif repetitivo en el que sus bolas estallaban.

-¿A dónde las llevo chicas? -preguntó, espabilándose y sintiendo asco de que aquellas chicas pusieran el culo en los asientos de su auto.

Las cosas se ponían graves. Cada vez estaba más paranoico porque para él nunca fue un problema fantasear con alguna cliente mientras recorría su cuerpo usando el espejo retrovisor. Ahora era como sus sus ojos viesen más allá de la piel, como si solo pudiera mirar los intestinos palpitantes y hediondos de cada persona. Esa tarde hubiera jurado que empezaba a sentir el olor de las heces que las personas portaban en su interior.

***

Antes de terminar su jornada laboral, Enrique pasó por una farmacia para comprar algunos calmantes, los que bajaría con un trago de whisky. Tomó una pastilla y media botella de la bebida alcohólica antes de llegar a su casa, cuando al fin llegó su cansancio y letargo era tal que no tuvo intenciones de ponerse a buscar ayuda.

Fue directo a la cama, en donde su mujer lo miraba extrañada. La pantalla del televisor la iluminaba en aquel rostro confundido tornándolo celeste. Ella estaba en calzones y sin el corpiño puesto, mirando la repetición del programa de chismes que ya había visto en la tarde mientras fumaba medio paquete de cigarrillos.

Enrique se sacó la camisa y los pantalones; besó a su contrariada esposa en la frente y se tiró en la cama boca abajo durmiéndose casi al instante, usando sólo sus calzoncillos slips blancos con manchas sospechosas en la parte trasera. Liberó un gas y emanó el primero ronquido. Su esposa, quien acababa de prender el undécimo cigarrillo, agitó las manos para disipar el olor y aunque se río por la flatulencia, esa noche tardó mucho en conciliar el sueño. Su marido estaba cambiando y ella tenía que saber por qué.

***

Cuando Enrique abrió los ojos estaba de nuevo en su auto. La bocinas seguían sonando a su alrededor y los insultos de los otros conductores chocaban en sus oídos como una letanía. Los saltos temporales eran un efecto secundario de esa receta médica personal, pero era algo necesario si quería soportar su vida un tiempo más. En la mañana había entrado al baño y había visto a su esposa en el retrete por accidente y la sola imagen le removió una vez más la paranoia. Pero ahora estaba bien, no tenía idea de cuánto tiempo llevaba dormido en el mismo sitio, pero estaba bien. No tenía puestos sus calcetines, llevaba la misma camisa sudada del día anterior y no recordaba la última vez que había comido. Pero todo eso estaba bien, tenía que estarlo.

Sintió la crasitud remanente del día anterior en su ropa, y quiso aplacar los hedores poniendo desodorante en aerosol por encima de la tela, lo que daba como resultado un asqueroso aroma a aqcua di colbert y transpiración.

Estuvo conduciendo un rato sin rumbo fijo hasta llegar junto a un lago. En la vereda vio a un hombre con gafas; su pelo era castaño, lo llevaba corto y peinado hacia un costado. Era medianamente alto y encogido de hombros, debía tener unos 30 años. Vestía una camisa a cuadros prendida hasta el cuello. Tenía barba corta y modelada a la perfección. Su nombre era Rodrigo pero esto Enrique aun no lo sabía.

El sujeto le preguntó si estaba libre y Enrique contestó con una seña que decía «sí, suba».

-¿A dónde? -preguntó con enésima vez ese día.

Rodrigo aclaró su garganta algo nervioso, se ajustó las gafas y respondió.

-Lléveme a este Club, por favor -y le pasó un trozo de papel-. Me han dicho que si va por la carretera vieja es más rápido.

-¿Nunca ha ido? -Interrogó Enrique buscando los ojos de su acompañante en el reflejo del retrovisor.

-No, amigo, esta sería la primera vez.

-Yo tampoco he ido nunca -Confesó-, pero abróchese el cinturón. El camino es largo y los colegas me han contado que es una carretera algo pedregosa.

Enrique se puso otra pastilla en la boca, bebió un trago más de alcohol e hizo rugir el taxi internándose en la oscuridad naciente de la que sería una larga e interesante noche.

LA CARRETERA VIEJAWhere stories live. Discover now