Capítulo 8. | Juventud, divino tesoro.

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 Nº13

— Empecemos por el principio, trece. ¿Cómo fue tu infancia?

La voz de la chica rebotó por los altavoces de la sala. Había dirigido la atención hacia mí porque sabía que estaba a punto de ver su verdadero ser, chica lista. Su pregunta hizo que mi cabeza viajase años atrás hacia el pasado, un pasado que estaba seguro de tener enterrado.

¿Qué era la infancia, Velkam? Era una muy buena pregunta de la que no sabía la respuesta.

Decían que la infancia era la mejor época de una persona en la que se podía hacer cualquier cosa sin que nadie te reprochase nada, en la que disfrutabas de las cosas sin apenas percatarte de lo que pasaba a tu alrededor. Una época bonita, supongo, pero no fue mi caso; Mi infancia fue un infierno, nací en un infierno y les hice vivir un infierno. Mis padres pensaban que la gente me había hecho así, que la vida y sus "golpes" me habían hecho así, pero lo que les demostré y lo que supieron finalmente es que había nacido así; sin sentimientos, sin esa capacidad de sentir empatía por nada, sin ninguna compasión.

Lo único que me interesaba y me sacaba estímulos era manipular, que la gente hiciese lo que yo quería y, sobre todo, matar. Arrebatarle la vida a alguien me hacía y hace sentir de lo más poderoso. A mi hermano, por el contrario, lo hicieron así, vivir en un infierno te hace convertirte en un demonio solamente para sobrevivir, ninguno de los dos fuimos buenos. Si había alguna redención seguramente fuese para Cezar.

20 años atrás.

— ¡Velkam dame eso! — Cezar corría tras de mí para arrebatarme su pecera. — ¡Mamá, Velkam ha envenenado a Galben!— Gritaba enfadado refiriéndose a su pez amarillo. ¿Envenenarlo? Solo le había echado de comer. Que llorica.

— Solo le he echado de comer, estaba muerto de hambre

Fingí lástima mientras sonreía frívolo. Dejé la pecera en la encimera de la cocina al ver que el pez flotaba sin vida en la superficie. Cezar se acercó corriendo, observando con rabia su mascota.

— ¡Eres despreciable! ¿Qué le has echado?

Me empujó con todas sus fuerzas. Me encogí de hombros sin dejar de sonreír.

— He leído que el acónito es una vitamina importante para los peces.

Escondí las manos detrás de la espalda comenzando a silbar despreocupadamente. Un portazo se oyó detrás nuestra, Cezar se tensó frente a mí y no hubo que girarse para saber quién había sido el culpable de tal estruendo. No tenía ganas de verlo, ni siquiera de escuchar su palabrería sin sentido, así que me giré con intención de irme a mi cuarto.

— ¡Espera! Voy contigo.

Escuché la voz de mi hermano detrás de mí y sonreí. A pesar de que me odiaba su temor era mucho más grande. Jamás había querido estar solo cuando nuestro padre llegaba, porque eso conllevaba a que terminaras molido a golpes. Antes de subir la escalera rota que nadie se dignaba a arreglar una figura se interpuso en el camino, impidiendo totalmente que ambos subiéramos a la planta de arriba. La silueta era corpulenta, todo grasa para ser exactos, era muy poco probable que unos niños de doce años tuviesen algo que hacer con alguien así.

— ¿A dónde se supone que vais, niñatos?

Arrastró las palabras como pudo, indicando que su cuerpo ahora mismo estaba constituido por un ochenta por ciento de alcohol. Se cruzó de brazos pareciendo aún más grande. Puse los ojos en blanco por lo que me tocaba aguantar a continuación.

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