Capítulo 1: Jerusalén, 9 de septiembre

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Son días sombríos, de tristeza y horror. El miedo ha regresado.
Mamá vino por tercera vez a repetirme que me acostara, pues mañana debo levantarme temprano, y en eso los vidrios temblaron, el corazón me dio un salto en el pecho y pensé que se me había subido a la garganta. Un instante después me di cuenta de que muy cerca de nosotros acababa de ocurrir una explosión.
Una explosión necesariamente es un atentado.
Mi hermano mayor, Eytan, que es enfermero militar, salió de inmediato con su maletín de primeros auxilios; papá vaciló un instante, después lo siguió. Mamá me abrazó llorando y, como de costumbre, hizo cuatro cosas a la vez: prendió la tele, la radio, el internet y se pegó a su celular, lo que yo llamó una reacción altamente tecnológica.
Huí a mi recámara, sabiendo que nadie me pedirá diez veces apagar la luz y que mañana incluso podría llegar tarde a la escuela, o de plano faltar, por que nadie me pedirá cuentas. Será suficiente con decir que el atentado ocurrió en mi barrio, en mi calle , que tuve pesadillas toda la noche, que estoy hecha un manojo de nervios, que no puedo caminar, que tengo mucho miedo de salir de casa y la señora Barzlaï me creerá, aun si mañana tenemos examen de matemáticas.
Minutos después de la explosión escuchamos sirenas de ambulancias. Hacían un ruido horrible, un ruido que rompe los tímpanos, un maullido tan horroroso como el de un gato con la cola atrapada en una puerta, amplificado hasta alcanzar el volumen de un concierto de rock pesado.
Pasaron cinco, seis, siete ambulancias, pero no las conté todas.
Mi mamá no ha soltado el teléfono y oigo la voz clara, y entrecortada de un corresponsal de la radio o de la televisión. Seguramente hay muertos, casi siempre hay muertos, pero no quiero saber cuantos, ni quienes fueron. Hoy no, por que el atentado ocurrió junto en nuestro barrio.
Quisiera escuchar el silencio, pero ¿cómo?
Fui a la cocina a beber un poco de vodka con limón. Mamá no me vio. De paso tome tapones para los oídos que papá usa cuando va a la piscina, con ellos y con mi gran almohada sobre la cabeza quizá pueda dormir, aunque se que mañana, cuando me despierte, nadie me dirá que todo está bien y que tan solo tuve una pesadilla.
No me cayó bien el vodka, parece que medio vaso es demasiado para mi, me duele la cabeza y tengo la cara toda hinchada.
-Te pareces a Bugs Bunny -me dijo Eytan alborotando mis cabellos. Mi hermano es el único ser en el mundo que tiene derecho a despeinarme sin que le de un golpe en menos de un segundo, él lo sabe y se aprovecha.
Sonrió, no tiene la cara de alguien que pasó toda la noche viendo horrores, pero... ¿cómo es la cara de alguien que ha visto horrores? Eytan tiene veinte años, hace su servicio militar en Gaza, donde seguramente ve horrores todos los días o cada tercer día, cuando hay calma. Me imagino que ya aprendió a no ver, o a olvidar, para no envejecer prematuramente.
Es extraño. Creo que jamás he escrito tanto como ayer y hoy. Hay chicas en mi salón que llevan un diario y todos los días escriben en él lo que les sucede. Yo nunca lo he hecho, ni para disecar mis historias de amor, ni para decir que mis padres son viejos y no sirven para nada, ni para relatar mis sueños; en fin, supongo que eso es lo que se escribe en un diario.
Cuando cumplí trece años, mi abuela me regaló el Diario de Ana Frank, la historia de una joven judía holandesa que vivió dos años escondida con su familia durante la Segunda Guerra Mundial, antes de ser deportada a un campo de concentración. Ella soñaba con ser escritora, pero sobre todo con ser libre y poder ir al cine, pasear en los jardines, observar los árboles y escuchar el canto de las aves sin tener miedo de ser atrapada y asesinada por los nazis. En su escondite había otra familia con un chico, Pedro, de quien ella se enamoró. Me pregunto si ella realmente lo amó o si no tenía otra opción, pues él era el único joven en su entorno.
Lo que más me dolió es que al final del libro hay a linea que dice que Ana Frank murió dos meses antes de la liberación del campo de Berger-Belsen.
Dos meses... es tan poco. Releí esa frase diez veces y durante mucho tiempo tuve ganas de apretar la mano de Ana Frank y decirle: "Resiste, tu infierno terminara pronto, no durará toda la vida, solo ocho semanas más, resiste y serás libre, podrás ir al cine, ver los árboles y escuchar el canto de los pájaros, incluso podrás ser escritora si así lo deseas, por favor, ¡vive!"
Por desgracia, no tengo súper poderes ni una máquina del tiempo para volver al pasado, lo cual, al pensarlo, resulta desolador.
Aún no sé por que escribo todo esto. Aunque tengo buenas calificaciones en literatura, no sueño con ser escritora. Me gustaría hacer cine, ser directora de cine, o pediatra, aun no me decido pero, desde ayer, tengo una necesidad increíble de escribir, solo pienso en eso. Como si tuviera dentro un río de palabras que debe salir para que yo pueda vivir. Tengo la impresión de que jamás podre detenerme.
No puedo escapar de las noticias. Mis ojos ven, mis oídos escuchan, los periódicos y la radio están por todos lados y describen una y otra vez la tragedia.
El terrorista se hizo explotar en el interior del café Hillel. Se encontraron seis cuerpos. A esto se le llama un atentado de intensidad media, lo que quiere decir que se hablara de el durante dos días y un poco más en los suplementos de los periódicos del fin de semana. Hay una tragedia, una tragedia dentro de la tragedia. Una chica murió en compañía de su padre; se iba a casar hoy, pero murió horas antes de lucir su bonito vestido blanco, horas antes de que el fotógrafo llevará a la joven pareja a los lugares mas bellos de Jerusalén para tomar las fotos del príncipe y princesa que tendrán muchos hijos. El-novio-que-no-llegó-a-casarse está muy afligido delante del féretro. Quiso poner el anillo en el dedo de su prometida, pero en rabino no lo permitió por que la religión prohíbe que se célebre una unión con un muerto. Me pregunto si la ley religiosa también tiene un capítulo sobre la conducta que debe seguirse en caso de desesperación.
Cierro los ojos para olvidar el rostro de la chica que no se casara jamás. Tenía apenas veinte años, sólo tres más que yo. ¿Cómo sería mi vida si supiera que solo me quedan tres años antes de morir? No lo sé, seguramente es una pregunta idiota e inútil, pero en la que no puedo dejar de pensar.
Cuando regresa el miedo, como ven estos días, tengo la impresión de que todos nos olvidamos de quienes somos. Nos vemos como víctimas en potencia, como cuerpos que se pueden quedar sangrantes e inertes por que alguien decidió hacerse explotar a nuestro lado. Quiero saber quién soy, de qué estoy hecha.¿En qué será distinta mi muerte a las de los demás? Si les cuento esto a mis padres o a mis amigos, abrirán mucho los ojos y amablemente me dirán que debo descansar. Tal vez por eso me puse a escribir, para no asustarlos con lo que ronda en mi cabeza y para que no puedan decir que estoy loca.

UNA BOTELLA AL MAR DE GAZA Where stories live. Discover now